La máscara,
¿arte o magia?
Leonardo Eguiluz
El festival más grande de máscaras danzantes del país iba a realizarse en la sierra de Veracruz. Mi amigo taiwanés Kyle y yo, nos lanzamos como flechas hacia Coscomatepec; luego de unas 7(1) horas manejando (en general es menos, pero había tráfico en la autopista), nos encontramos en aquellas montañas tan altas, frías y llenas de neblina.
En el festival, todos los días bailaban por las calles grupos de danzantes provenientes de diferentes regiones de México, ofreciendo algarabía y regocijo al público entusiasmado. Desde el momento en que llegué empecé a tomar fotos sobre lo que allí sucedía y mientras retrataba, desde el corazón del bailongo a los que allí mostraban su arte, empecé a notar algo que me dejó pensando mucho.
El espectáculo se desarrollaba justo en la frontera de dos aspectos humanos muy profundos: el festival como un espectáculo de goce y, al mismo tiempo, algo de corte profundamente ritual, religioso. Las comparsas, o grupos de danzantes, se organizaban por bloques e iban avanzando por las calles al ritmo de su música(2)
para, al final, llegar a mostrar su respeto y ofrenda de baile al cristo más famoso del pueblo: el Cristo de la agonía.
Algunos grupos acudían primero al templo de san Juan Bautista para bailar dentro del recinto y luego salir a las calles a iniciar con su danza. Cada una de sus máscaras eran impresionantes, todas hechas a mano por artistas de primer nivel, y sus atuendos no se quedaban atrás; toda su parafernalia llamaba mucho la atención, eran como seres vivos.
Un maestro escultor, que allí vendía sus máscaras, me dijo: “yo no sé por qué la gente tiene las máscaras colgadas en su casa. Estas máscaras son para bailar, están vivas”. Ese evento tenía dos rostros en una misma cabeza: uno festivo y otro religioso. Me di cuenta de que para algunas personas, lo que allí sucedía tenía que ver con una expresión religiosa (sobre todo para los danzantes) y, para otras, era una manifestación festiva, ¡un mismo evento visto de dos maneras completamente distintas!
Me puse a pensar cuál de las dos era mi interpretación; como fotógrafo estaba muy atento a lo que sucedía visualmente, pero lo que percibía tenía un trasfondo muy poderoso que, cuando lo veía con los ojos del pensamiento, me ganaba la siguiente reflexión: la máscara como una herramienta mágica para transformar al humano en otro ser sobrenatural y así hablar con lo divino.
Entonces, ¿qué era la máscara? ¿Una obra de arte o un instrumento mágico? ¿Podían los dos convivir en una misma realidad o justo esa diferencia de interpretaciones creaba dos realidades opuestas? Porque ver a la máscara como un instrumento mágico con vida propia y mirarla como un objeto de decoración son dos formas de observar lo mismo de manera distinta: vida contra muerte, lo sagrado contra lo secularizado.
En otras palabras, la máscara mostraba dos posibles existencias, una mágica y otra artística. La intención religiosa brinda a ese objeto la posibilidad de ser una mediación entre lo divino y lo humano; mientras que la intención artística, más secularizada, le da valores de la estética (lo grotesco, lo bello, lo abyecto…). En ese lugar se vivían ambos aspectos al mismo tiempo sobre el mismo objeto y yo no sabía qué era realmente el objeto máscara dentro de esas dos interpretaciones tan distantes una de la otra.
Mientras pensaba esto, hacía fotografías y platicaba con la gente. Todos estábamos felices de vivir aquel evento tan auténtico. Era un esfuerzo sólo del pueblo y de los artistas, ya que el gobierno se había negado a dar apoyo económico.
El grupo de danzantes con el que más conviví fue con la Manada de Tigres “Silva”, del estado de Guerrero, un grupo sobre todo de hombres muy fuertes que cargan máscaras de más de 30 kilos y que toman mezcal para aliviar el dolor que causa bailar con esas poderosísimas máscaras de jaguares. Estuvimos platicando un rato, me invitaron a tomar mezcal, cosa que al principio rechacé; tengo la creencia de que un fotógrafo toma mejores fotos si está sobrio. Pero luego de sus numerosas peticiones, provenientes de un grupo de personas vestidas de jaguar, no pude negarme a tomar un caballito de un mezcal, fuerte y dulce.
Me sorprendió saber que, de tanto bailar con la máscara, se les hace un callo en el pecho y en las sienes;(3) el mezcal es la pócima que los acompaña en cada baile, que los alivia y hace sentir eufóricos, cosa importante para realizar la danza de forma apropiada. Lo que ellos hacían era transformarse en un jaguar y, una vez con sus trajes y máscaras, mostraban a un público boquiabierto su fiereza y fortaleza. Eso era una expresión de sacrificio, de dolor que se ofrenda a lo divino.
Una mujer que vendía máscaras en un stand me dijo algo muy interesante:
—¿Has escuchado hablar de Antonio Vázquez Tepo? –Me preguntó.
—No, no lo conozco.
—Él dice que la máscara sirve para cuatro cosas: para transformarte, protegerte, esconderte y liberarte.
Quedé fascinado con sus palabras, después de todo eso era lo que justo le pasaba a los danzantes en aquel momento. La máscara cambia de manera rotunda a quien la porta; la máscara y el danzante se unen para formar un tercero que no es ni la máscara ni el danzante por separado; pienso que en dicha unión está el núcleo de la confrontación, lo secular contra lo divino bailando su waltz en medio de una calle llena de gente presa de la belleza y la ritualidad.
Vivimos en un mundo donde dos valores ponen en juego el escenario cultural. El secularizado que despoja de lo sagrado a los objetos del mundo, y en el caso de las danzas tradicionales mexicanas las convierte en un espectáculo, una fiesta carnavalesca.
Para algunos danzantes esto no tiene ningún sentido, ya que el fin de la danza es religioso y provoca una conexión con lo divino. Ese es el verdadero propósito de su existencia, para ello bailan y crean máscaras; no tiene nada que ver con el entretenimiento sino con mostrar lo mejor de sí ante algo muy superior.
Ambas visiones valorativas conviven allí; ambas formas interpretativas opuestas viven en el mismo lugar y en los mismos objetos. Tal vez nunca podamos conocer verdaderamente una máscara, pero sí saber los procesos culturales y las mediaciones que socialmente se crean para instaurar nuestro mundo simbólico.
Saber que el arte tiene un origen religioso y comprender que, a través de procesos históricos, su propósito va transformándose, nos permite observar la causa que despoja lo sagrado de los objetos del mundo para convertirlos en cosas sin vida, volviéndolos objetos bellos o de colección para estar como disecados en museos o colecciones particulares. Pienso que esto le da a nuestro tiempo un tono bélico entre dos formas de entender lo que llamamos arte.
PIE DE PÁGINA
(1) La ruta más corta de cuota tenía un tiempo estimado de 10 horas, así que decidimos atravesar las montañas por la libre para ahorrarnos 3 horas.
(2) A la mayoría de los grupos los acompañaban músicos que interpretaban las piezas propias de cada danza.
(3) La máscara lleva por dentro un arnés de cuero que se sujeta a la cabeza, y entre la cabeza y el pecho son las zonas donde cae todo el peso de la madera, creando callos por su uso constante.