LA IDENTIDAD COMO UNA FORMA DISCURSIVA 

POR: César Suárez Álvarez

01

 Hablar de identidad es problemático, porque definirla y delimitarla implica suponer, en mayor o menor medida, la existencia de algo en el ser del hombre que escapa al continuum temporal; es decir, permanece como algo fijo e inmutable a pesar del tiempo. Identidad significa lo mismo (idem = lo mismo), por tanto, si la identidad es algo inherente al hombre, es necesario admitir que hay algo de nuestro ser que siempre es lo mismo; sin embargo, si algo define al hombre, dice Eduardo Nicol (1977), es precisamente que no puede ser definido, ya que cada vez que intentamos hacerlo, éste ha mutado, se ha modificado irreversiblemente. De esta forma, el ser del hombre es, como todo en el mundo, variable y, por ello mismo, finito. Aun así, el término identidad se empeña en hacerse presente afirmando la existencia de algo constante en nosotros y, por ende, aprehensible. El argumento se apoya en el hecho de que, a pesar de las mutaciones propias de nuestra naturaleza biológica y social, somos, en más de una sentido, los mismos a lo largo de nuestra existencia. La experiencia cotidiana, tan a menudo relegada como secundaria en la construcción de saberes, nos muestra que, en efecto, el término identidad es altamente funcional en la vida de los seres humanos, individual y grupalmente. Por ejemplo, si no existiera algo que nos dé identidad, no podríamos hablar de nuestra historia de vida, ni siquiera podríamos reconocernos ni reconocer a aquellos con quienes crecimos.

No obstante, a pesar de la aparente veracidad del argumento anterior, el objeto de lo idéntico sigue rehusándose a aparecer. Y es que tal objeto no parece, en primera instancia, ser susceptible de verificación sociológica, humanística o científica, porque la identidad se presenta como más propia del campo de la subjetividad. Si este es el caso, se corre el riesgo de interpretar lo identitario como una tesis a-histórica[1] emanada del propio sujeto (en tanto sujeto que indaga acerca de la condición del hombre) y, por tanto, su descripción sólo sería válida en un muy estrecho margen. De ahí que, por lo menos en parte, abunden tesis tan variopintas que buscan explicar cuál es el fundamento último de la identidad.

Sin pretender elaborar hipótesis novedosas o abarcar el fenómeno de forma exhaustiva, propongo un abordaje desde una perspectiva que me parece fundamental en la discusión: plantearlo como construcción semántica del yo; es decir, la identidad como una forma discursiva.

02

Es la memoria, sin duda, lo que nos ancla al pasado y permite dar continuidad al Yo. Mi capacidad de recordar, tanto mi vida como parte de la de los otros, establece un vínculo casi inquebrantable entre quien fui y quien soy; sin embargo, como cada uno puede corroborar, la memoria es algo susceptible de corromperse con las experiencias presentes. Cuando rememoro algo, inevitablemente le asigno categorías nuevas, totalmente extrañas al suceso real, de tal suerte que mis recuerdos no son memoria fiel del pasado. Pensemos, por ejemplo, en la extrañeza que nos invade cuando miramos en alguna fotografía el atuendo que portábamos hace 20 o 30 años. Tal extrañeza surge del hecho de que hoy tenemos categorías distintas para valorar la moda, porque nuestras circunstancias y nosotros mismos hemos cambiado. Así, al mirar aquella imagen, los juicios de valor que le aplicamos no son los de aquella época sino los de nuestra realidad presente. Aun así, nos reconocemos y podemos dar, aunque sea parcialmente, cuenta de los sucesos ocurridos en esa jornada.

Una forma de evitar perder los recuerdos entre el mar de nuestros nuevos conceptos es la formación de un discurso del pasado. Cuando narramos una historia, procuramos usar una serie de argumentos que le den sentido y que, a su vez, nos permitan fijarlo lo más fielmente posible a la memoria.[2] En el caso del ejemplo de la fotografía, relatamos una historia en torno a ella de tal forma que cada argumento describa puntualmente lo que recordamos, al tiempo que forma una especie de imagen alterna, pero discursiva, para mostrarla paralelamente a la imagen; sin embargo, a pesar de que el discurso tenga su génesis sin mediación de algún lapso de tiempo, lo moldeamos con conceptos que se adaptan tanto a la forma en que los hechos ocurrieron como a la forma en que yo interpreto lo ocurrido, haciendo del recuerdo sólo una aproximación, bastante fidedigna si se quiere, del suceso. Y con el resto de nuestros recuerdos ocurre lo mismo. Una serie de proposiciones describen los hechos de nuestro pasado, los interpretan y los blindan de otros argumentos que podrían falsearlos. Y aunque al final existe una especie de simbiosis entre argumentos, la memoria permanece más o menos fiel a las imágenes del pasado.

Luego entonces, si algo va permaneciendo lo mismo a lo largo del tiempo es el discurso, la forma argumentativa con que elaboramos la memoria.

03

Cabe preguntarnos ahora si tales argumentos se corresponden a realidad alguna. Dicho de otra forma, ¿qué da validez al discurso de la memoria? ¿Hay algo a lo que se refiera ese discurso? En toda proposición científica, por ejemplo, existe una porción de realidad a la que hace referencia, por lo que en el trasfondo de la argumentación científica hay un elemento de justificación; es decir, de prueba. Por ello, la veracidad del discurso científico no depende de la forma de la argumentación sino de su referente real.

No podemos detenernos a analizar las múltiples discusiones que ha suscitado el término “realidad” y su relación con el lenguaje. Sírvanos sólo como punto de apoyo para nuestro verdadero fin. En el caso del fundamento del lenguaje de la memoria podríamos decir, en un análisis superficial, que los sucesos de nuestra vida le dan validez a los argumentos con los que los describimos; sin embargo, ello origina otros problemas. Uno de ellos es su intangibilidad. Es una de las dificultades de la Historia como disciplina. Probar que los argumentos de la Historia son verídicos depende, más que de su objetividad, en tanto objeto independiente de la mente que lo piensa, de las fuentes. Acceder al conocimiento de hechos pretéritos implica la revisión acuciosa de las fuentes que los acogen, porque es imposible para el historiador acceder directamente a épocas pasadas. Dependemos de la confianza en tal o cual cronista que haya asentado en algún documento los hechos que queremos conocer.[3]

Lamentablemente, si hablamos de nuestro pasado, es decir, el pasado de cada uno de nosotros, la autenticidad del relato es más un acto de fe en la sinceridad del emisor, ya que en la mayoría de los casos no hay fuentes, no hay cronistas de nuestros actos, no hay documentos (o casi nunca los hay) que avalen que lo narrado haya ocurrido. Es, entonces, que el discurso de la memoria se refuerza. En la medida en que las tesis de mi argumentación se consoliden, mayor peso como prueba podrán tener (prueba en tanto que nuestro interlocutor la toma por ciertas porque, en la mayoría de los casos, ¿qué razón tendría éste para dudar de nosotros?). Es así que, a diferencia de las proposiciones científicas, nuestros enunciados dependerán más de su forma que de su contenido. Y la lógica de la argumentación será, a falta de elementos objetivos de prueba, lo que aporte mayor o menor valor de verdad a nuestra historia.[4]

Así, volviendo al problema con el que iniciamos, nuestra identidad se afirma en tanto que nuestras proposiciones, aquellas con que sostengo mi memoria, sean veraces, entendiendo por verdaderos aquellos enunciados no contradictorios y que son susceptibles, aunque sea de modo indirecto, de ser probados.

 

04

Al ser tan poco confiables los elementos de prueba de la identidad personal, se ha recurrido a una forma más general de identidad, pero que se afianza en una serie de atributos objetivos que le dan validez y la afirman: hablamos de lo que se ha denominado Identidad cultural. Ésta afirma que los elementos que certifican nuestra identidad se encuentran en el conglomerado de creaciones en torno a las cuales crecemos y a las que damos el nombre genérico de cultura. De esta forma, la cultura es el centro y fundamento de nuestra identidad, individual y colectiva. De hecho, el individuo no puede ser definido si no es por la colectividad: se es uno sí y sólo sí hay otros (Rojas, 2011); es decir, la identidad parte del hecho de que podemos diferenciarnos de otros. En la definición hay un elemento negativo: aquel no es idéntico a mí, aunque posee los rasgos culturales que yo ostento. Pero, a pesar de ello, en la identidad cultural no hay una exclusión categórica. La diferenciación entre el yo y el otro supone, más bien, una síntesis, porque es imposible hablar de mi identidad sin referirme a la identidad del otro. Si yo poseo una identidad, la poseerá también el otro (pensemos, por ejemplo, que yo soy otro respecto a los demás, y eso afirma su mismidad). La cultura es el medio por el que es posible esta síntesis. Ricoeur (2006) las llama identificaciones adquiridas:

En efecto, en gran parte la identidad de una persona, de una comunidad, está hecha de estas identificaciones-con valores, normas, ideales, modelos, héroes, en los que la persona, la comunidad, se reconocen. El reconocerse-dentro de contribuye al reconocerse-en […] La identificación con figuras heroicas manifiesta claramente esta alteridad asumida; pero ésta ya está latente en la identificación con valores que nos hace situar una “causa” por encima de la propia vida; un elemento de lealtad, de fidelidad, se incorpora así al carácter y le hace inclinarse hacia la fidelidad, por tanto, a la conservación de sí.

Esto es muy claro en nuestro medio: los Héroes nacionales, la llamada cultura cívica, las normas y los modelos que se identifican claramente con lo mexicano, son los símbolos en que se encuadra la identidad del mexicano. Y todo ello forma parte, a su vez, de la cultura nacional. Este enfoque cultural da forma y sentido a la identidad. Y va más allá del yo, porque este conglomerado de proposiciones (volviendo a nuestro enfoque discursivo) permite que la identidad no sólo vaya más allá del sujeto, sino que afirme que éste es sólo en la medida de que los otros también son. No puede haber identidad con lo mexicano si no hay otros mexicanos que comparten el marco de tradiciones y preceptos que me identifican como mexicano (al identificarme como mexicano en realidad no me identifico en abstracto con los elementos meramente alegóricos de la cultura,  en realidad me identifico con todos aquellos que comparten conmigo los símbolos culturales llamados “lo mexicano”; los símbolos son el medio de la identificación, no ésta en sí misma).

 

A manera de conclusión

Cultura y lenguaje son indisolubles. Para Cassirer (1968), la palabra es el elemento por el que la cultura existe: “se puede decir que físicamente la palabra es impotente, pero lógicamente se eleva a un nivel más alto, al superior; el logos se convierte en el principio del universo y en el primer principio del conocimiento humano”. Curiosamente, palabra y cultura son los elementos que permiten hablar de la identidad.

La naturaleza humana implica el cambio permanente, por lo que la identidad se pierde en un mar de sutiles modificaciones, biológicas y culturales; sin embargo, la experiencia diaria nos dice que existen rasgos permanentes, individuales y sociales, gracias a los cuales no mudamos siempre de personalidad en personalidad. Y es el logos la herramienta invaluable que da permanencia a lo mutable, que aporta cierto orden al caos. Para Heráclito de Éfeso todo es inasible, sin embargo, existe una forma de ordenarlo, y es por medio del logos: “los hombres deberían tratar de comprender la coherencia subyacente a las cosas; está expresada en el Logos, la fórmula o el elemento de ordenación de todas ellas” (Kirk, 1983). Y es que la palabra tiene la particularidad de expresar lo que las cosas son, o eso se pensaba. En todo caso, históricamente ha sido con enunciados, más que con imágenes, como nos hemos acercado al conocimiento de las cosas. Y qué decir de la cultura en su acepción más amplia: si algo ha contribuido de manera notabilísima a darle forma, sin duda es la palabra.

Por todo lo anterior, pienso que un estudio completo de la identidad debe partir de la forma en que se la ha modelado a partir del lenguaje. Tendemos a pensar que la lengua sólo comunica y perdemos de vista que es la portadora de toda la cultura. Existen, por supuesto, límites a los alcances de la palabra, porque ésta nunca expresará en su más pura forma lo que las cosas son. Las definiciones adolecen de esta restricción. Pero si algo podemos decir del lenguaje es que es un elemento vivo y en constante transformación. Aunque nunca pueda explicar de manera puntual el qué y el porqué de las cosas, sin duda ha contribuido, tal vez más que otras formas de expresión, a comprender mejor nuestro lugar en el cosmos.

PIE DE

PÁGINA

[1] Si la identidad se inscribe en la historia (como suceso) o en la Historia (como disciplina del devenir), es susceptible de un escrutinio sociohistórico objetivo, lo que implica la posibilidad de un abordaje teórico y metodológico que lo saque a la luz, lo que implicaría la existencia verificable del objeto.

[2] La memoria misma termina por ser el discurso del pasado.

[3] Por supuesto que tal confianza no es gratuita. La certidumbre que inspira está sostenida en su trayectoria, en la veracidad probada de su trabajo, en la presencia de fuentes alternas que dan sustento a sus palabras, etc.

[4] Aquí nos encontramos con otra dificultad: a pesar de ser la forma del argumento lo que la hará pasar como verdad, nuestro lenguaje cotidiano tiene serias deficiencias, en cuanto descriptor de la realidad, comparado con el lenguaje de la ciencia, porque carece del rigor de este último.

REFERENCIAS 

  • Cassirer, E. (1968). Antropología Filosófica. México: FCE.
  • Kirk, G. (1983). Los filósofos Presocráticos. Madrid: Gredos.
  • Nicol, E. (1977). La idea del hombre. México: FCE.
  • Ricoeur, P. (2006). Sí mismo como otro. México: Siglo XXI.
  • Rojas, M. (2011). Identidad cultural e integración. Desde la Ilustración hasta el Romanticismo latinoamericanos. Bogotá: Universidad de San Buenaventura.

Pin It on Pinterest

Shares
Share This