Íconos del imperio, de Augusto Isla: Las imágenes que poseen la vida y la muerte de quienes gobiernan

Icons of the Empire of August Island: The images that have the life and
death of those who govern

Obed González

La palabra icono o ícono, escrita de las dos formas, según la rae, es correcta y acontece lo mismo en su pronunciación.

A partir de la etimología, icono o ícono significa imagen, sólo que en la cuestión histórica –de la Edad Media– esta imagen es representación de poder y divinidad. Mientras que la palabra imperio –palabra latina de procedencia etrusca– connota a quien ostenta el poder sobre la vida y la muerte. El concepto se retoma del misticismo etrusco, creado y adoptado como título (imperium) por el emperador durante el gobierno romano, que también se le podía adjudicar a algunos integrantes del senado. Asimismo, proviene del latín imperare, que significa mandar, dirigir y gobernar. Entonces, quien construye un imperio decide la vida y muerte de las personas que habitan las colonias gobernadas. Augusto Isla nos dice todo con el nombre con el que titula su libro, ya que en esta compilación de ensayos reflexiona sobre los iconos creados por un imperio, y las imágenes construidas para penetrar, someter y dominar a quienes se desea gobernar.

Al igual que en la antigua Roma, el imperio actual –Estados Unidos– erige imágenes que, de fondo, tienen fuerza, un poder casi divino que produce un placer que lleva al sacrificio a quienes se embelesan con su efigie, como en el caso de Marilyn Monroe, que analiza Augusto Isla. De una manera amena y analítica, el autor nos hace observar entre líneas esta conquista casi invisible, de la que nosotros, los que participamos de esta acción como público o adoradores, no somos conscientes, porque no hay necesidad de que se nos someta, obligue o exija ofrecer tributo a estas neodeidades edificadas por el imperio.

Al leer el libro en su totalidad, apreciamos estas construcciones míticas constituidas por lo divino, elaboradas por todos los imperios que han dominado el mundo y que, en el centro de su estructura, lo cimentan con lo sagrado, ya que concede poder. Un poder que es casi incuestionable y posee una fuerza de atracción a la que es difícil oponerse. En el caso de Estados Unidos, instaura un sistema que ofrece a las personas la creencia de que el Olimpo ha bajado a la Tierra y quienes gobiernan ese país son los dioses que deciden qué es el bien y qué el mal, quiénes son hombres buenos y quiénes malos. Isla refleja muy bien esta aptitud en relación con el comportamiento de Frank Sinatra como una metáfora del país del norte, quien según fue un ciudadano comprometido con los derechos y, a la vez, un adversario de los inmigrantes; es una aparente incongruencia que el autor sintetiza así: “la ira y el optimismo, la ambición y la agresividad, la energía y la hostilidad, la excitación y la mierda que es Nueva York. Y eso también es Sinatra (Isla, 2013, pág. 20)”.

Todos los pueblos que se han transformado en un imperio, que en muchos casos llegaron de otros lados, como romanos, aztecas y los estadounidenses, fincan sus mitos fundacionales en lo divino, porque les suministra un poder celestial, herencia de su procedencia, que es ser descendientes de dioses:

No se trata ya de detractores doctrinarios de la democracia como lo fueron en la Francia posrevolucionaria católicos reaccionarios como De Maistre o De Bonald, o bien en Estados Unidos los puritanos que se ostentaban como “elegidos de Dios” y se oponían a la democracia como la más despreciable de las formas de gobierno sino de fanáticos que, en nombre de ella, arrastran a muchos ciudadanos de buena voluntad hacia causas que son menos producto de la necesidad histórica que de sus obsesiones, causas que inventan villanos –radicales, comunistas– para afirmarse en la vida pública y sin los cuales no existirían. Esos fanáticos apuntan, certeros, a las debilidades de sus pueblos. Y, sin duda, una debilidad del pueblo estadounidense es no haber logrado secularizar del todo su Estado democrático. De ahí la prosperidad política de un Hoover, cuya agencia policiaca Norman Mailer calificaba como “una iglesia ritualista y atrabiliaria de los mediocres” (Isla, 2013, pág. 71).

Al ir leyendo y reflexionando sobre Iconos del imperio, podemos observar estas estrategias en que la dominación es sutil y hasta agradable, donde el imperio, sin necesidad de la violencia, logra sentarse tranquilamente en el trono para mirar cómo sus mismos gobernados van reafirmando el poder de quien manda, al ir otorgándole más virtudes a los iconos creados, como en el caso de los mitos que se le atribuyen a las muertes de estrellas jóvenes. Un caso claro es el de Marilyn, u otras fantasías, que aseguran que estos seres reconocidos masivamente no han muerto, viven en un lugar privilegiado o sólo cambiaron de apariencia para llevar una vida común, como la de cualquier otro mortal, quizá buscan provocar la lucha entre humanos por adquirir un producto que esté de moda. Con esto alcanzan el cenit del poder máximo, consiguen que otros hagan lo que se desea por voluntad propia sin necesidad de obligarlos y adquirir, así, la condición de dioses.

Estos iconos crean movimiento en los individuos y las sociedades, porque contienen un poder que puede ser creado o nato, y siempre provocan algo. Se presentan como imágenes que tienen algo venido de otro mundo –de lo celestial– y, aunque cometan errores, siempre va a existir algún mortal que los justifique o legitime como aciertos. Es la construcción de una nación que exalta hacia afuera su gran sentido de justicia, integración y respeto, pero que en el fondo de su casa esconde aquello que le avergüenza y atemoriza, similar a lo que el autor escribe en relación con la fragmentaria visión de Peter Weir, relativa a la película Witness:

Pero fuera ya de ese mundo idílico, de esa utopía comunitaria retratada por Weir, se sabe que no faltan en sus entrañas incestos, violaciones que ponen en tela de duda la salud colectiva. O mejor, que dejan entrever un dogmatismo propio de fanáticos. La “mafia” misma que vigila la moralidad es ya una señal de fanatismo. Y el fanatismo –decía Alain– es un odioso amor a la verdad. Pero sólo la suya (Isla, 2013, pág. 171).

Para la creación de estos iconos la fórmula es eficaz; está el caso de Walt Disney, quien no sólo vende un producto ni una película, vende esas imágenes en zapatos, vestidos, discos, vasos, platos, termos, camisas, playeras, patines, etcétera. No vende un producto sino toda una idea, un mundo, el mundo de Disney. La misma fórmula efectúa la Coca-Cola, que nos vende la Navidad junto con todo el control económico que ésta implica.

La construcción de un imperio también es la cimentación de una estructura mercadológica que debe ejecutarse de forma metodológica para que sea poderosa. Esa construcción incluye productos que después pueden desecharse, pero que en su momento son piezas importantes para una dinámica económica y de estatus, como comenta el autor en relación con Aristóteles Onassis, quien utilizó a Jackie Kennedy, al igual que a María Callas, como figura ornamental y símbolo de estatus. Son iconografías creadas que, al caducar, son apartadas y olvidadas por la gran maquinaria, que en muchos casos tienen finales trágicos o tristes, como los últimos días de Marilyn Monroe, Mohamed Alí, Orson Wells, Billie Holiday, Nat Turner o Michael Jackson.

Son representaciones simbólicas que ostentan algo de divino y permiten al imperio abrir el camino para situarse en lo más alto del Olimpo, como algunos consideraron el ascenso de John F. Kennedy a la presidencia de Estados Unidos en 1960, aunque después se mostraron decepcionados por la velación de la realidad de lo que existe detrás de un icono:

Lo cierto es que cuando ascendió a la cima presidencial el mundo católico se regocijó: era el primer presidente que profesaba esa religión en la historia de los Estados Unidos. Pero ese “carisma” de su catolicismo se diluyó con el tiempo en la medida en la que revelaciones de su conducta han alumbrado esa doble moral que en tantos casos mengua la consistencia de ese credo (Isla, 2013, pág. 92).

Después de la segunda guerra mundial, Estados Unidos comenzó a realizar esta creación de un paraíso que descendió del Cielo a la Tierra, aunque se fraguó un siglo antes, al término de la guerra civil. Se trataba de llevar a cabo la consigna mistérica, recurrente en las logias masónicas, que dicta que el hombre es un dios caído que recuerda el paraíso. Es un ideal que la mayoría de estadounidenses asumía en relación con Jackie y John Kennedy: “en el imaginario colectivo de la mayoría de estadounidenses, ella y su marido encarnaban el reino de Camelot: un espacio ideal de armonía, belleza y perfección” (Isla, 2013, pág. 93).

Augusto Isla, con 24 ensayos sobre 24 personajes reales, como Frank Sinatra, ficticios –Batman–, y alguno que otro abstracto (el terror), separados por tiempo y espacio, nos invita a reflexionar sobre todas aquellas tácticas que, aun modernizadas, siguen siendo eficaces por su fuerza para penetrar en la psique de las personas de una manera inconsciente. En su libro nos muestra de manera velada –aunque se menciona brevemente–, pero en forma alegórica, lo que se oculta dentro de estos iconos, que es el terror, creado por un imperio que lo construye y provoca para que éste mismo sea un protagonista siempre presente y termine por hacernos creer a nosotros, que ellos, el imperio, son quienes salvan al mundo. Es una táctica semejante a la que realizaban aquellos antiguos y míticos dioses. Imágenes que estimulan y detonan recuerdos arquetípicos que aún tienen poder en nosotros.

REFERENCIAS

Presentación del día 25 de febrero de 2020. 41 Feria Internacional del Libro en Palacio de Minería.

Asociación de Escritores de México, A. C. Correo: [email protected] En: http://orcid.org/0000-0003-2185-2846

Isla, A. (2013). Íconos del imperio, de Augusto Isla: Las imágenes que poseen la vida y la muerte de quienes gobiernan. México: Gobierno del Estado de Querétaro/Calygramma (Literatura Portatil. Letras de Querétaro).

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