Con y sin nostalgia: los Rupestres y el tiempo

Miguel Ángel Galván Panzi

1. Un poco de historia

Podría empezar con un corrido: “año del 84, muy presente tengo yo”, para seguirle con un rápido recuento de la realidad de aquellos años: se inauguraba el tiempo del neoliberalismo con Miguel de Lamadrid y su grisura a cuestas, los hermanos Salinas (que no eran un dueto cómico, pero que años después serían los villanos de la historia) todavía no llegaban al poder; Fidel Velázquez merodeaba por la escena política y se ilusionaba con la eternidad que, para fortuna nuestra, no obtendría; Raúl Velasco pugnaba por convertirse en el gurú de la tele y del gusto ramplón; Jacobo Zabludovsky gozaba, a pesar de sí mismo y de Televisa, de credibilidad; la Corriente Democrática, con todo y escisión del PRI, aún no existía.

Hacia 1984 éste, que sigue siendo el mismo, era otro país. Sin terremotos devastadores, sin guerra contra el narco, sin fosas clandestinas multiplicadas, sin Tratado de libre comercio, sin ELZN, sin pandemia. Treinta y seis años son muchos, son dieciséis más que los veinte – que no son nada – del tango de Le Pera y Gardel. Más allá de la nostalgia, con o sin ella, 1984 no prometía nada bueno: la novela de Orwell podría empujarnos a creer que ese tiempo era el preámbulo de los horrores por venir. Sin embargo, ese año también vio el nacimiento de Los Rupestres (aunque todavía se discute que fue un año antes).

Los primeros años de la década de los ochenta todavía estaban marcados por la prohibición post Avándaro. Sin ponernos cursis, se podría decir que el festival de rock y ruedas fue el canto de cisne del rock nacional. La historia anterior es conocida: si bien el rock and roll había irrumpido en escena durante la segunda parte de los cincuenta, no fue sino al inicio de la década de los sesenta que surgieron algunos grupos que se aventuraron por el camino, mayormente, del cover. Los Teen Tops, Los Hooligans, Los Rebeldes del rock, Los Apson Boys, Los Locos del ritmo, todos ellos, junto con otros más, fueron quienes introdujeron al mercado mexicano las versiones al español de éxitos gringos o ingleses. El rock and roll, al menos dentro de esa variante, se reproducía en la televisión y la radio de la época. Mención aparte merecen la línea que aparecería en Tijuana, no sólo con Xavier Bátiz y su aproximación didáctica a Carlos Santana.

En los sesenta, antes de Avándaro, habían surgido distintas formaciones que pudieron sobrevivir durante varios años más: Los Dug Dug’s, Love Army, El Ritual, Bandido y otros, incluido Three souls in my mind que, como ya sabemos, se convertiría en el Tri y que, como ya sabemos también, cantaban en inglés. Además, había venido Queen en el 81: tres conciertos, uno en Monterrey y dos en Puebla. lo confirmaron. Antes, en 1969, los Doors, ante la prohibición de Díaz Ordaz, pero no de su querubín, quien roló un rato con ellos, se presentaron en el exclusivo Forum.  Si bien John Mayall, en los 80, pudo presentarse pacíficamente (la hermana de la escritora y amiga Rosina Conde, Paty, le hizo coros), el concierto de Johnny Winter – inolvidable botellazo de por medio – fue puro desmadre. El rock estaba confinado a los hoyos fonquis, como los bautizó Parménides García Saldaña. Prohibido acercarse si eras fresa y no te gustaban las caguamas, o le hacías el feo a la mota.

El otro lado lo disputaban los resabios de las peñas y el folklore latinoamericano. Durante la década anterior la izquierda mexicana había encontrado una definición estética de su identidad a través de su música y sus letras. Si bien Los Folkloristas se fundaron en 1966, no fue sino años después que lograron consolidarse, gracias, en gran medida a la peña que llevaba su nombre y en la que se presentaron desde Víctor Jara hasta Silvio Rodríguez. Otras peñas, como El Sapo Cancionero, inaugurado en 1974 y viva aún, fomentaron el gusto y crearon un público que permitió el auge de este tipo de música.

Hay que decir que no era gratuito, las peñas o los cafés concert, nacidos en Argentina, tuvieron más que una razón de ser. La historia latinoamericana creó las pautas indispensables para que este tipo de lugares comenzaran a multiplicarse y a conformarse bajo un interés común: la nueva canción latinoamericana. El movimiento creció bajo el amparo de la realidad: el 68 mexicano, los golpes militares en Argentina, Uruguay y Chile, la inconformidad social. Son precisamente los años setenta los que verán la llegada de exilados de varios países del cono sur. Si en México ya se hablaba de la canción de protesta de manera un tanto tímida (conocíamos a Massiel, la española que cantaba Rosas en el mar y Aleluya, ambas de un joven Luis Eduardo Auté), y Óscar Chávez, Tehua, Amparo Ochoa, Gabino Palomares, el Negro Ojeda y Los Nakos ya andaban por ahí, la canción, ya no de protesta, sino la entonces denominada Nueva Canción Latinoamericana, tendría su boom, como ya se insinuó, en la década de los setenta.

El rock y la Nueva Canción son las dos vertientes, en cierto sentido contrapuestas, pero al mismo tiempo complementarias, que los Rupestres harían confluir. Si la Nueva Canción había sido aceptada y celebrada por la izquierda de esos tiempos, hay que decir que no pasaba lo mismo con el rock. La abusiva carga ideológica con que se le denostaba, por tratarse de una música prohijada por el imperio, podría parecernos ridícula a estas alturas, pero en plena efervescencia militante adquiría otra dimensión: el rock no aportaba nada al proceso revolucionario, al contrario, era enajenante, desmovilizador y se constituía como otro opio del pueblo.

Los Rupestres lograrán conciliar, bajo una propuesta única, estos extremos. El movimiento estará permeado por el espíritu iconoclasta del rock, así como por la mirada socialmente comprometida de la Nueva Canción. Ya se ha dicho, quizás de manera abusiva, que los Rupestres se formaron ante diversas imposibilidades: la falta de recursos para electrificarse, cierta segregación que los alejaba de los conciertos masivos, la incomprensión de un público que no sabía dónde ubicarlos. Lo que es cierto es que, quizás su mayor imposibilidad, fue la de hacer concesiones, convertirse en productos mercadotécnicos y asumirse como meros estandartes publicitarios.

2. Tengo una cerveza en la cabeza: Catana et al

A finales de los años 70 conocí, en la ENAH, a Rafael Catana. No me imaginé que la vida nos iba a unir y desunir durante los años siguientes; no supe, entonces, que Rafael hacía canciones, escribía poemas y que se convertiría, con el paso del tiempo, en una de las piedras angulares de los Rupestres. Me reencontré con Rafael no muchos años después. Las primeras veces que lo escuché cantar fue en su casa de Avenida Revolución.  Me gustaron su desparpajo, la originalidad de sus letras y su actitud comprometida con la realidad. Por esos años (no recuerdo cuándo) vi y escuché a Rodrigo González en la UAM. Confieso que me desconcertó y, al mismo tiempo, me encantó. Rockdrigo o el Profeta del nopal en el que se convertiría, tenía una presencia poderosa, una voz nasal, medio gangosa y un gran talento para la música. El heavy nopal de Rockdrigo antecede a lo que, posteriormente, sería conocido como el Movimiento Rupestre. La muerte de Rodrigo y de su chava, a causa del terremoto del 85, fue una especie de punto de inflexión para el movimiento. A un año apenas de haberse constituido como colectivo, los Rupestres fueron marcando territorios y, sobre todo, fueron evolucionando. Evolución que, por cierto, sigue su curso.

Seguí viendo a Catana, años antes de la muerte de Rodrigo. Nos hicimos amigos, supe de su paso por Cleta y de sus filiaciones; participamos en Gilgamesh, una revista en la que también estuvieron algunas presencias entrañables de quienes ya no están entre nosotros: Sergio Schmucler, principal culpable de la publicación; Armando Vega-Gil (también culpable de lo mismo); Ana Stellino; y, por supuesto, algunos más que todavía seguimos por acá. Gilgamesh, apoyada por Penélope, el proyecto editorial que dirigía Ilya de Gortari, quien también nos dejó hace algunos años, tuvo una vida efímera: tronó después de dos números; sin embargo, fue el primer lazo que logró acercarme al trabajo de Catana e ir conociendo al paso de los años a los demás Rupestres. Ilya, quien publicó a Silvia Tomasa Rivera, Víctor Soto y Ricardo Castillo, en la colección de Libros del salmón; publicó también alguna plaquete de Rafael y otra mía.

Por esa época fue que Catana me dio a conocer a Jaime López, yo conocía ya a Ricardo Castillo y a Beatriz Stellino, pero no había visto el trabajo que hacían juntos Jaime y Ricardo: el célebre Concierto en vivo. Leí, al lado del López y de Catana en algún museo (¿el Carrillo Gil, San Carlos?), Jaime, sin ser Rupestre, ha sido una presencia fundamental dentro de la otra música en México. Le llovieron críticas y burlas por haber participado en la OTI y en Siempre en domingo, pero, coincido con lo dicho en el libro de Jorge Pantoja, su presencia abrió brecha en un medio habituado a la mediocridad y al comercio.

Por mi parte, ya en la segunda parte de los 80, seguí haciendo algunas lecturas con Rafael, en distintos escenarios, como el Museo del Chopo y otros lugares de los que no quiero acordarme. Las presentaciones en el museo del Chopo, a las que acudía una banda dispuesta al grito inmediato (¡queremos rock!), al chiflido (pónganse las onomatopeyas correspondientes) y la descalificación, mostraba también su lado más amable al otorgar su reconocimiento frente a varias rolas o algunos – contadísimos – poemas. Yo sabía que las letras de Catana, aunque él diga que es un escritor de canciones que escribe poemas, no nacen de la pura inspiración y/o de la contemplación del mundo. Más allá de uno que otro taller de poesía por el que anduvo (entre otros, el del poeta de origen guatemalteco, Carlos Illescas), Catana ha abrevado en aguas que van de Bob Dylan a Pedro Damián, de Ricardo Castillo a Serrat. Sus poemas, publicados en revistas, antologías o en su propio libro Los pájaros de la cervecería dan muestra de ello. Es desde mi punto, junto con Armando Rosas, el mejor letrista de los Rupestres. Fue, precisamente en el Museo del Chopo, donde conocí a otro integrante del grupo: Arturo Meza y su amplio registro musical y literario. Meza, sin discusión, es el más versátil del movimiento.

Como lo dije líneas atrás, Catana me hizo conocer a otros integrantes del movimiento. Aunque a Roberto Ponce lo conocí en Bellas Artes, hacia 1984, gracias a la presentación del libro De amor es mi negra pena de Luis Zapata, quien murió en este infausto 2020. Conocí también a Nina Galindo y a Roberto González años después. De Nina he amado siempre su voz y su presencia escénica. He sido afortunado al poder coincidir con ella en distintos tiempos y espacios. A Fausto Arellín me lo presentó, también por esos años, Edith Cariño. Fausto ha sido una presencia constante en el movimiento, sus varios talentos lo han hecho imprescindible en la historia de los Rupestres.

El Multiforo Alicia, en diciembre de 1995, se fundó a raíz de una iniciativa de Nacho Pineda y socios de entonces. En este espacio multicultural y contracultural, como se le ha definido, los Rupestres han mantenido, a través del trabajo y su constancia, la posibilidad de que las nuevas generaciones chilangas se acerquen a su música. Ahí conocí a Armando Rosas, a Carlos Arellano y a Gerardo Enciso, volví a ver a Chávez Texeiro y me reencontré con poetas como Pedro Damián, mi enemigo Mario Santiago (otra ausencia); Eduardo Olaiz, Pancho Zapata (me lo presentó Catana en mi casa) y Refugio Pereida.

Armando Rosas es, como lo dije antes, uno de los mejores letristas del movimiento. Urbano, ecléctico, estudioso, Armando ha sabido combinar el alto espíritu lírico de sus canciones con acompañamientos musicales que lo han distinguido y lo han hecho poseer un estilo inconfundible. Armando es un habitante de esta ciudad, nacido y crecido en ella, sus historias dan cuenta de su fervor y su visión sobre el amor, el desamor y los barandales rigurosos del olvido.

De Gerardo Enciso hay que decir que es un músico y un ser humano espléndido y generoso. Sus canciones, como lo da a entender Nina Galindo, están llenas de una rabia que no se esconde y de una pasión que siempre muestra lo mejor de sí. En colaboración con Ricardo Castillo ha montado varios espectáculos de música y poesía; el último de ellos, Borrados, da cuenta del talento de ambos y de la profunda simbiosis que han logrado desplegar en escena.

Aclaro, aunque nadie me lo haya pedido, que no he hablado de todos los integrantes del colectivo. Escogí referirme, principalmente, a Catana, ya que él ha sido el alma capaz de cohesionar al grupo. De los Rupestres, por fortuna, habrá mucho que seguir diciendo. Están ahí, han sobrevivido, incluso, a sí mismos. Se les valorado, pero no han obtenido el reconocimiento que realmente merecen. En un medio en el que abundan las envidias, el mal gusto y la banalidad, los Rupestres han mantenido su propuesta. Para quienes los conocemos es siempre placentero volver a verlos y, cómo no, volver a escucharlos. Para quienes aún no los conocen, todavía es tiempo. Los Rupestres, con su carga mitológica a cuestas, su historia y su música estarán siempre entre nosotros.

Miguel Ángel Galván

Pin It on Pinterest

Shares
Share This