Crónica de un instante

En tiempos de pandemia, ¿tú que has hecho?

Óscar Manuel Quezada

Mis puntos de fuga en estos tiempos han sido observar, imaginar y escribir crónicas fabuladas. En muchas ocasiones, éstas últimas suceden en instantes, durante el cambio de luces del semáforo. Mientras el alto transcurre, estoy ahí, mirando, aprendiendo un poco más sobre detenerse y observar. La mañana de hoy es fría, mi mirada se desliza, se estampa en la imagen de un hombre que usa sus dotes en el arte de la charrería. Con su soga, florea, salta, y combina la gimnasia rítmica con un poco de acrobacia; su vestuario es del campo, ¿qué circunstancias lo tienen en la Ciudad de México?, posiblemente la necesidad de sobrevivir.

Esta mañana al despertar, me propuse prepararme unos tamales de elote, quería recordar ese aroma. Por si fuera poco, la estampa del charro sobre la avenida Félix Cuevas, dos cuadras antes de atravesar Insurgentes, penetró en mi estado de conciencia, como para no olvidar el campo, su riqueza y el valor de los alimentos actuales. Sin la agricultura no hay manera de sobrevivir.

El maíz y sus provocaciones

I

¿Acaso hay aroma más exquisito que el de la cocción de los tamales de elote? El humo que emana es el hilo conductor que seguramente despierta el apetito de los vecinos y hasta el de los gatos mirones que reposan en los tejados. Todo mientras la tarde cae y el anuncio de una lluvia se dibuja en el paisaje más parecido al de un verano fresco en Coyoacán. Un aroma me llevó a experimentar otro, derivado del maíz, sin embargo, éste me ha provocado más ansias de conservarlo en el paladar recurrente y nostálgico que evoca recuerdos impregnados de ambientes nítidos, libres de cualquier contagio que no sea el placer gastronómico.

En mis tiempos, en mi pueblo había dos temporadas en que se hacían tamales, la de lluvias y la de secas (muy presente la referencia de Elena Garro en Los recuerdos del porvenir). Eran los únicos dos periodos para el cultivo del maíz. Hoy prácticamente hay elotes todo el año, pero los de la temporada de lluvias, próxima a comenzar, son los mejores.

En mi familia, el proceso para elaborar los tamales era muy largo, se iniciaba cortando los elotes la tarde anterior. Por la mañana antes de desayunar, mi padre hacía un primer corte al tronco del elote para deshojarlos más fácilmente, con cuidado acomodábamos las hojas en montoncitos que servirían para envolver los tamales, apoyándose en la pierna que servía de base hasta formar un caparazón similar al de un armadillo —la imaginación siempre presente; por cierto, qué belleza la de esos animales, cuántas veces se nos aparecían entre los caminos. Bastaba alejarse un poco de los caseríos para ver un zoológico de aves y bestias libres. Con el confinamiento de estos tiempos, algunos han recuperado su propio hábitat—. Después, había que desgranar los elotes con un buen cuchillo y una tabla para picar, esperar unas horas para llevarlos a moler. De regreso, ya con la masa, había que dejarla reposar un rato para comenzar el amasado y la elaboración de los tamales. Más tarde, el tiempo de cocción se volvía una eternidad, en cada vuelta a la cocina, uno enloquecía con ese humo como una neblina gigante a la espera de devorarnos.

También las vacas resultaban beneficiadas, las hojas sobrantes y los olotes triturados eran para ellas; al otro día esto se reflejaba en la cantidad de leche, que servía para acompañar esta delicia. Los que vivieron aquella época, algún recuerdo les traerá. Yo lo escribo para apaciguar mis ansias, ahora mismo preparo mi café para corroborar cómo quedaron, luego les cuento.

Mientras degusto los tamales, siento como si el sólo hecho de haber ido al mercado por los elotes significara que los he cultivado, cuando únicamente pude pagarlos. La imagen del charro vuelve a mí; el cultivo del maíz y el charro, dos imágenes en paralelo que alimentan mi estado de conciencia

II

¿Acaso hay aroma más exquisito que el de la olla palomera?, la ebullición con el tronido del maíz es el anuncio del alumbramiento de las palomitas de maíz, un aroma provocador, que, sin duda, el cerebro registra, mientras viaja, y deduce que se trata de la golosina más recurrente durante la infancia.

Quizá la imagen de una película viene a nosotros, desde los tiempos en que ese aroma era nítido, el proceso de elaboración era más orgánico, y con ello, el descubrimiento de una historia más que sucedería en la sala de algún cine. En mi época eran los momentos para reunir a la familia los domingos por la tarde o la tarde de un día lluvioso.

Este aroma natural, cuyo hilo conductor es un suave hálito de viento a presión que anuncia la cocción, se vuelve global cuando se derrite el piloncillo para caramelizar las palomitas, pegarlas una a una, hasta volverlas pequeños molotes que representan una pelota de béisbol o una simple esfera —a mí siempre me han parecido globos terráqueos—, y de ahí, echar a volar la imaginación por todos los rincones del mundo. Es de lo más divertido y fantástico visitar tantos países en unos segundos, la tentación de devorar ese globo, llamado ponteduro, era de segundos, desprender cada fragmento y hacer contacto con el paladar significaba comerse el mundo a mordidas. Es posible que el aroma de la melcocha tenga mucho que ver con ese estado de ánimo que provocan las golosinas. Hoy recreé aquel tiempo caramelizando las palomitas de maíz, haciendo globos terráqueos y me permití hacer un viaje a través del imaginario. Sin problema pude viajar sin pasaporte y sin las restricciones de la contingencia de salud que azota el mundo. Cada país, uno a uno, lo encontré como en aquel tiempo donde el viaje era mío, para degustar y vivir con los cinco sentidos.

Creí que había experimentado todos los aromas del maíz, pero sin duda esta fragancia es de las más escandalosas y extensas. La tarde de hoy, mi olfato recreó otra historia más, mientras mis manos pegaban una a una las piezas de un rompecabezas. Y, como en el cine, el maíz y el charro esperan a que se les valore por su propia riqueza

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