Cuando los espacios públicos requieren a la reina del hogar movilización de la violencia machista a las redes  sociodigitales

Mario A. Revilla Basurto González

De entrada

Hay momentos en que la sensación de cambio o transformación nos asalta por todos lados. Sin duda, éste es uno de esos momentos en la historia y uno de los elementos que contribuye a esta sensación es el salto de las mujeres a cada vez más espacios, actividades y posiciones, a la par de sus justas demandas al reconocimiento de sus capacidades, derechos y una pluralidad de aspiraciones y caminos de realización. ¿Cómo se insertan estas experiencias en los cambios que supone la posmoderna sociedad del rendimiento o de los monopolios globalizados? A trazar una hipotética respuesta se dedican estas líneas.

Iniciamos estas reflexiones desde la base de que la cuestión de género es una construcción cultural (Lamas, 2002), una representación cultural y, por lo tanto, variable, que se ha ido ajustando a lo largo de la historia, lo que también las convierte en tema de reflexión sobre la comunicación y su papel en los procesos de transformación. Si bien las representaciones sociales deben estar consolidadas para cumplir sus funciones, requieren ajustes que se articulen con las transformaciones que se registran en otros campos. Entendemos que entre esos ajustes alrededor de las representaciones de género se incluyen y se articulan las relaciones de poder. La cuestión de género también es una relación de poder, de cómo se han repartido tareas, obligaciones, compromisos y privilegios entre hombres y mujeres, entre clases poseedoras o desposeídas, a lo largo de la historia: por lo menos desde la aparición de la propiedad privada, que coincide con eso que identificamos como Patriarcado; es decir, un principio de organización a partir de la figura paterna en las estrategias de reproducción social. Y el orden patriarcal se ha difundido y reproducido mediante narraciones.

Así abordamos este apasionante tema desde esa triple articulación: poder y control, representaciones y narrativas específicas.

I

El poder es una relación (Byung, 2016, pág. 108), que se caracteriza o define por la desigualdad inherente al dominio. Se sostiene por la violencia institucionalizada o normalizada; es decir, vuelta norma, regla. La violencia física que en su forma extrema lleva a la muerte del dominado, pero que se sostiene y reproduce por la violencia simbólica (Bourdieu, 1991, pág. 92), cuando el polo dominante con-vence al dominado de los roles que cada uno asume y que, más allá del miedo o la superioridad en la fuerza, se acepta que esa situación es la más conveniente para ambas partes, incluso la única posible o una condición natural.

Si aplicamos esta idea a la relación de género, entenderemos que el machismo, o mejor aún el patriarcado, es un sistema de poder, por lo tanto establece un elemento dominante o hegemónico y un elemento dominado o subordinado, en este caso a partir del sistema sexo-género (Lamas, 2002, pág. 38) y de ciertas distinciones que establece esta diferenciación. 

La parte masculina, metaforizada en la figura del “padre”, se apoderó del dominio y, además, de la hegemonía; quiere decir que también se apropió del diseño del mundo, de las reglas, conductas y tareas adecuadas para ese diseño, para su funcionamiento y su reproducción.

En este punto es conveniente recordar que la ideología no es cualquier tipo de explicación ni justificación del estado de cosas, sino contiene un diseño de sociedad donde se ofrece un lugar y una razón de ser a las distintas clases y grupos que conforman esa sociedad; por eso adquiere legitimidad, porque ofrece una teoría de la sociedad y un lugar para que el individuo se inserte con sentido de pertenencia (Martin, 1993, pág. 43).

El diseño del mundo se nombra y representa en las ideologías, y éstas se difunden y aprehenden a través de las narrativas, de los aspectos del mundo que se enaltecen y valoran positivamente frente a los aspectos que se presentan devaluados o de plano se vuelven invisibles. Por ejemplo, se cuenta con admiración que los faraones construyeron las pirámides, pero se minimiza y oculta por completo que las diseñaron ingenieros y los obreros cargaron piedra sobre piedra. Se admiran las hazañas bélicas, los descubrimientos científicos con sus aplicaciones y las millonarias transacciones mercantiles, pero se desprecia y silencia el trabajo de miles de personas dedicadas al mantenimiento de los hogares y del cuidado de personas vulnerables. Del lado valorado está el patriarca, y los roles masculinos y de gobierno, del lado menospreciado se encuentran los trabajos del pueblo, de las mujeres y del hogar.

II

Es posible que haya habido un tiempo, en las sociedades primigenias, en que los géneros se necesitaban mutuamente, y se repartían tareas y beneficios comunes. Pero justo a partir del surgimiento de la propiedad privada y con ésta del poder como relación, la mujer es tomada como una propiedad, valiosa sin lugar a duda, por ser la facilitadora de la estirpe, pero es una posesión que le implicará una posición y ciertas tareas. El polo patriarcal tuvo la capacidad comunicativa de imponer su versión y convencer a la mujer de su subordinación. En relación con Foucault, Han (2014) recorre los sistemas de control históricos, que podemos interpretar como mediaciones entre la violencia física y la simbólica. Él reconoce tres grandes tipos de modelos de control o dominio: de la sociedad “soberana”, la “disciplinaria” y la “del rendimiento”.

El sistema propio de las sociedades antiguas, premodernas, es el soberano y se caracteriza porque el poder se ejerce decidiendo sobre la muerte de los sujetos, el tipo de vida al que pueden aspirar, y porque de alguna manera forman parte de la propiedad, del “patrimonio”. La forma más primitiva y directa de ejercer el poder, es el auténtico monopolio de la fuerza. El peso de la comunicación es bajo, las narraciones sirven para difundir un orden, pero el control recae directamente sobre la vida que llevan los cuerpos en su dimensión material, y hay poca mediación.

Badinter (1981) plantea cómo en las sociedades premodernas a la mujer se le asigna la posición de paridora, que es su obligación principal y casi única: dar la vida al heredero. Sobre todo en las clases que detentaban la riqueza material, una vez que las mujeres daban a luz, se las apartaba de la criatura. El padre se encargaba de la crianza, confiaban al recién nacido a una nodriza que le alimentaría hasta que tuviera la edad suficiente para ser enviado a una familia amiga donde aprendería oficios propios de su condición social y finalmente regresaría a la sombra del padre para ir tomando las riendas de los bienes y las responsabilidades hasta que lo sustituía, por muerte o incapacidad. Todo esto con los hijos varones primogénitos, los menores tendrían que buscar un lugar a la sombra del hermano mayor, en la iglesia o el ejército. Las hijas eran un bien que se podía ofrecer a otras familias para garantizar alianzas, negocios o fortalecer prestigios, eran pieza de intercambio, a través de contratos matrimoniales o al ser entregadas en los templos religiosos, pasaban de la tutela del padre a la del marido o a la del sacerdote, vicario de los dioses.

Quizá este papel se advierte con prístina claridad en los mitos de Gea, en la mitología griega, o Coatlicue, en la mitología mexica. En ellos se evidencia el papel reservado a la mujer en las sociedades soberanas: la mujer dadora de hijos. Ambos mitos nos hablan de la “diosa madre”, la diosa principal, cuya fundamental o única razón de ser es dar a luz a los hijos que les serán arrebatados por el padre, hasta que llega un hijo varón y la rescata, pero ya han cumplido la misión de poblar el mundo. Tal vez ésta sea la razón por la que, en los sistemas soberanos, si atendemos al texto de Fisher (2004, pág. 15), cabía una separación entre las relaciones de índole erótica, las relaciones románticas y las de sexualidad reproductiva; es decir, se distinguían tres tipos de relaciones con objetivos distintos, que podían darse en una misma relación, pero no necesariamente. La fusión de esas distintas formas de amor se daría más tarde, con el modelo amoroso burgués.

El orden burgués impondrá otro modelo de control: el disciplinario. La conducta es el centro de este modelo, por lo que cada sujeto es un compendio de habilidades y hábitos aprendidos por la educación, los mandatos normativos y las narraciones de entretenimiento. Cada quien, según su clase, oficio o sexo, se entrena o disciplina por cumplir las tareas y actividades que le permitan ocupar el lugar que el sistema capitalista le ha asignado. Modelo de control en el que los dispositivos mediadores, entre ellos la educación y la comunicación, desempeñarán un papel relevante, al suministrar toda clase de entrenamientos y ejemplos de una variedad de narraciones que ayudarán a la domesticación y disciplina del comportamiento.

Badinter indica que es bajo este modelo cuando, a través de su cuerpo y de sus sentimientos, la mujer es disciplinada y entrenada para ser la reina del hogar: esposa, madre, administradora de los bienes o las deudas familiares, un poco maestra, un poco enfermera, costurera, cocinera, lavandera y contable. Es el nuevo rol asignado disciplinariamente a la mujer, queda proscrita toda actividad o aspiración de las mujeres fuera de ese espacio. 

La denostación hacia brujas y putas, en la transición a la sociedad disciplinaria, se puede interpretar como una estrategia para someter a las mujeres, para que abandonen cualquier comportamiento, sabiduría o acto de independencia alternativo a las labores de su nuevo reino: el hogar (Despentes, 2019; Bornay, 2018). La gran revolución consiste en que se da un lugar y una tarea relevante a la mujer. Ya no se le hace a un lado; ahora, además de dar vida, se hace cargo de los infantes, del marido y del hogar. Las transformaciones sociales no son una línea recta, lo nuevo se engendra desde lo viejo y mantiene algunos elementos que se complementan o se superponen con las nuevas formas, dinámicas y relaciones. Para ocupar su nuevo trono, las “reinas del hogar” deben seguir siendo madres, pero, entonces, madres a cargo.

La rebeldía de Emma Bovary (1) no es otra cosa que el deseo de salir de ese marco. La Sofía del Emilio o de la educación (2) es un ejemplo paradigmático de los roles y la disciplina que adjudica a las mujeres el orden social burgués y su modelo de familia, amor y matrimonio que ahora sí se entrecruzan: el amor romántico dirigido al marido, que requiere del sexo reproductivo e incluye la recompensa del goce erótico y el amor filial incondicional a las y los hijos, y es lo que llenará de sentido la vida de las mujeres. Apunta el autor, es el modelo que inventa y entroniza la noción del amor maternal. El cuento de la criada (o de la sierva), de Atwood (3), muestra una especie de superposición entre las formas de control soberana, el cuerpo destinado a parir, pero también sobre los controles disciplinarios, los distintos tipos de mujeres ocupan tareas de forma muy específica, severa, en función de sus condiciones o capacidades, aunque es, sobre todo, en ese sentido un gran ejemplo de lo que son los controles disciplinarios: las mujeres a cargo de lo doméstico y los hombres de lo público, cumpliendo a cabalidad las representaciones de género del modelo burgués, tal y como lo observamos también en las ficciones de la televisión de inicios del siglo XXI (Revilla, 2008).

La “sociedad del rendimiento” se caracteriza por una paradoja: el ejercicio de la libertad para autoexplotarse (Han, 2016, págs. 45, 135). Este modelo de control es psíquico, el sujeto está convencido de lo que hace, deambula en un círculo de máxima productividad y elevado consumismo, los sujetos buscan el sentido a su ser con el empeño en lograr la “mejor versión de sí mismos” en cada aspecto, en cada paso, en cada proyecto al que se lanzan cada día, cada hora de su vida (Han, 2016, pág. 61). En este circuito de prosumisión, cada individuo representa potencial competencia, no sólo en la oferta de habilidades y servicios, sino también en la carrera por ser el primero en presumir el nuevo smartphone. De ahí el individualismo narcisista y exhibicionista con que se complementa, y el rechazo a la otredad. La comunicación se transmuta en datismo, no se requieren narraciones ejemplarizantes, sino perfiles de comportamiento y consumo que generan los propios sujetos. No importa tanto lo que se dice, incluida la verdad, sino que haya un flujo constante, imparable y abrumador de información (posverdad). Los dispositivos mediadores lo absorben todo, los actos y las decisiones individuales parecen suplantar al propio sistema que se vuelve fantasmagórico.

En la novela El círculo (4) seguimos a Mae Holland, una joven mujer en busca del éxito como sinónimo de realización, exhibe permanentemente, ante sus miles de seguidores en las redes sociovirtuales, su frenética actividad diaria que va de ser una trabajadora con un alto coeficiente de rendimiento, incluso a costa de renunciar a su tiempo libre, que se hace cargo de sus viejos y enfermos padres, que busca el amor mientras mantiene aventuras eróticas, sin poder zafarse de una pertinaz sensación de culpa o sentirse en falta. La sociedad del rendimiento lanza a la “reina del hogar” a la conquista de los espacios públicos, sin desembarazarla de sus responsabilidades: ser madre y cuidadora, esposa y amante, administradora del hogar, además de profesional exitosa, mantenerse atractiva en el mercado del erotismo, divertirse sin morir en el intento y exhibirse como “la mejor versión de sí misma” en cada una de estas facetas de su existencia.

III

Se apuntó que un instrumento fundamental en la construcción y difusión del orden hegemónico son las narraciones, tanto las del orden jurídico y político, en que se establecen los principios ordenadores, como las narraciones de ficción, donde se ilustra o ejemplifica el mundo: mitos y leyendas, después novelas, y hoy películas, series de televisión y videojuegos. Pero estas narraciones siempre tienen narrativas específicas; es decir, temas que enaltecen ciertos aspectos, roles o actividades, mientras que devalúan o sólo hacen invisibles otros aspectos.

En el conjunto de reivindicaciones que demandan hoy las mujeres (Lamas, 2020) –por cierto, con un energético despliegue de activismo–, se puede rastrear cómo se cuelan aspectos de las narrativas patriarcales. Señaladamente la sobrevaloración de ciertas actividades, todas de la vida o en espacios públicos: negocios, espectáculos –incluidos los deportes–, ciencia y una variedad de profesiones, consumo durante un tiempo libre cada vez más acotado. Ni duda cabe, ya no se diga de la capacidad de las mujeres para esas actividades, que ha sido demostrada una y otra vez a lo largo de la historia ni de la legitimidad de tales reivindicaciones. La duda surge respecto al origen de tales aspiraciones. 

Lo que llama la atención es la falta de reconocimiento y, por tanto, la reivindicación de los espacios, los roles, las tareas y las responsabilidades que han estado, y siguen estando, a cargo de las mujeres. Las pequeñas tareas cotidianas, domésticas, descalificadas por las narrativas hegemónicas. 

Tal fenómeno se puede interpretar como la versión patriarcal posmoderna de las asignaciones para las mujeres, ya que se sigue valorando cierto tipo de responsabilidades, actuaciones y expectativas de comportamiento, mientras se desprecian otros. Y se exige a las mujeres insertarse en esta dinámica prosumidora sin exonerarla o descargarla efectivamente de las tareas, responsabilidades y riesgos que históricamente se les han ido en-cargando.

Razones, entre otras, por las que ni siquiera se les puede garantizar su seguridad personal, su derecho al trabajo justamente remunerado, a decidir sobre su cuerpo, a disfrutar sin miedo y sin ninguna limitante de su tiempo libre, a vivir una maternidad sin agobio o sin culpa por tener que decidir entre trabajar y cuidar de sus hijas o hijos.

La posmoderna sociedad del rendimiento hace pasar todas estas contradicciones y falencias como si de problemas y decisiones personales se tratara, aumentando así la presión sobre los sujetos y en particular sobre las mujeres (Han, 2014, pág. 47; Martín, 2008, pág. 20). 

Los criterios que nos pueden ayudar a distinguir y eventualmente ayudar a aprovechar las oportunidades que el propio sistema abre, para lograr la emancipación, la realización y la felicidad, siguen siendo brindar a cada quien la oportunidad para su plena realización y que cada quien aporte a la sociedad según sus capacidades. De no ser así, las nuevas exigencias y demandas seguirán siendo nuevas cargas sobre las ya existentes.

REFERENCIAS

Badinter, É. (1981). ¿Existe el amor maternal? Barcelona: Paidós.

Bornay, E. (2018). Las hijas de Lilith. Madrid: Cátedra. 

Bourdieu, P. (1991). El sentido práctico. Madrid: Taurus. 

Despentes, V. (2019). Teoría del King Kong. México: Random House. 

Fisher, H. (2004). Por qué amamos. México: Taurus.

Han, B.-Ch. (2014). Psicopolítica. Barcelona: Herder. 

—. (2016). Tipología de la violencia. Barcelona: Herder. 

Lamas, M. (2002). Cuerpo: diferencia sexual y género. México: Taurus. 

—. (2020). Dolor y política. México: Océano. 

Revilla Basurto, M. A. (2008). “Representaciones de género: una mirada (más bien) conservadora”. Mediaciones Sociales, 3, 199-217. En: https://revistas.ucm.es/index.php/MESO/article/view/MESO0808220199A

Serrano, M. M. (1993). La producción social de comunicación. México: Alianza. 

—. (2008). La mediación social. Madrid: Akal.

Literatura citada

1) Madame Bovary, Gustave Flaubert.

2) Emilio o de la educación, J. Jacobo Rousseau.

3) El cuento de la criada, Margaret Atwood.

4) El círculo, Dave Eggers.

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