Encanto, rebeldía, sumisión y sociopatía. La representación de los adolescentes en el cine norteamericano

Por: Guillermo Solís Mendoza

No tienes que sufrir para ser un poeta. La adolescencia es suficiente sufrimiento para todos.
—John Anthony Ciardi

Existe una doble relación entre el mundo cinematográfico y el mundo social a través del cual el cine se inspira y propone modelos de interpretación o acción. En el séptimo arte la mirada y sus procesos interpretativos son fundamentales para comprender lo que se quiere representar ante nuestros ojos. Con toda la intención, la cámara en ocasiones enfoca su objetivo sobre los jóvenes. En sus gestos y movimientos, su quietud y dinamismo. Sobre la ingenuidad, sumisión e indisciplina que los puede caracterizar. Sobre sus palabras y silencios. En su búsqueda de libertad y sus momentos de abandono. En su fragilidad y fortaleza. Sobre su inocencia y perversión. Sus luchas, triunfos y derrotas. Así, la cinematografía retrata a la juventud en todas sus formas expresivas, y nos invita a comprenderla y a mirarla.

Desde Rebelde sin causa (1955) hasta American honey (2016), las películas sobre adolescentes han inquietado al público, ya sea porque atormentan a los padres de familia o seducen a los púberes, ansiosos de encontrar arquetipos que le pongan razón a su complicada existencia. El cine, principalmente el estadounidense, que además ha marcado la pauta en la representación del mundo joven, recorre un camino, que su humilde servidor divide en 5 periodos: en el primero, durante los años cincuenta, se refiere a los jóvenes de clase media dentro de su contexto familiar; en el segundo, en los años sesenta, aborda el fenómeno de la rebelión de los jóvenes burgueses y su alianza con jóvenes desclasados y críticos; en el tercero, ya entrados en los setenta, se dirige a todos los jóvenes como una forma de socializarlos en la violencia y el consumismo, tan caros al funcionamiento del sistema; en el cuarto, durante la década de los años ochenta y como respuesta a la década pasada, el cine trata de encaminarlos al american way of life o al establishment colocándolos en mundos frívolos, cursis y sobreprotectores; y finalmente el quinto, ya en los años noventa y con el tiempo transcurrido del nuevo milenio se nos presenta frente a la pantalla un panorama de los jóvenes y de las circunstancias del momento contemporáneo, con la crisis globalizante como trasfondo y la decadencia de valores positivos, subrayando, ante todo, los nuevos modos de interactuar a través de las nuevas tecnologías digitales. Veamos con mayor detenimiento el proceso.

La década de 1950 se caracterizan por la consolidación y el auge de la economía estadounidense sobre la mundial, una vez que se la reparten con los rusos y se inicia la Guerra Fría entre ambas potencias. Han entrado prácticamente a la dinámica del neocapitalismo. En las clases medias se rompe el padrón conductual orientado hacia el ahorro y la frugalidad, para sustituirse por el gasto, el consumo y la extroversión. La necesidad que tiene el sistema de estimular el consumo va a causar fracturas en la familia, a través de utilizar a los jóvenes como punta de lanza para promover los cambios requeridos; esto es, arrinconar los viejos hábitos. Dentro de este contexto, los primeros filmes de jóvenes giran alrededor de la clase media. Unos, como Rebelde sin causa (1955), de Nicholson Ray, o Al este del paraíso (1955) de Elia Kazan, intentan explicar la crisis a partir de la incomprensión de los padres a sus hijos, culpabilizando a la familia de los conflictos generados. Otras, como Los salvajes (1954), de Lazlo Benedek, o Crimen en las calles (1956) de Don Siegel, muestran a los adolescentes desplazados por los viejos como verdaderos integrantes de la estructura social y, por ende, de cualquier toma de decisión y del poder económico y político. Por lo tanto, los jóvenes son obligados a actuar para exigir espacios nuevos y amplios. En ambos casos, el sistema oculta su manipulación sobre los jóvenes, acusando a la familia o a cualquier figura de autoridad, de los conflictos que él mismo genera y, de paso, deslegitimizar los valores tradicionales de la época. 

El siguiente periodo se caracteriza por una década de abundancia económica, pero también de un momento de miseria cultural y valorativa de la sociedad norteamericana. La guerra de Vietnam o la generalización comercial de los refrigeradores, televisores, automóviles, casas propias, viajes al extranjero, no logran ocultar el cementerio de jóvenes producto de la guerra de los militares y las corporaciones, o la unidimensionalidad del hombre moderno, bajo la tercera revolución tecnológica –igual que lo narra José Emilio Pacheco en Las Batallas en el desierto. Un vasto movimiento juvenil rechaza el mito del progreso, la industrialización como desarrollo, la defensa de la patria o la racionalidad burguesa; los exhiben como simples formas de opresión. Conforman el movimiento hipi y la contracultura como prácticas y teorías críticas y alternativas. La doble respuesta cinematográfica apunta a reabsorber consumistamente la subcultura hipie, mediante la comercialización de su emblema, su simbología y sus prácticas, o a enfrentarse críticamente a los jóvenes

Tres películas serán el estandarte que tomarán los adolescentes de la época, porque en ellas se representan sus ideales y se ven claramente encarnados en figuras juveniles: Bonnie y Clyde (1967), de Arthur Penn, se casa con sus ideales de libertad y pensamiento contestatario; El graduado (1967), de Mike Nichols, simboliza su despertar sexual; y Perdidos en la noche (1969), de John Schlesinger, recrea el entorno social hostil en el que ya no confían; esta cinematografía empezó a mostrar una sensibilidad más cercana, no sólo a sus tiempos, sino también a su vida. Con Easy Rider, buscando mi destino (1969), de Denis Hooper, se presentará el balance del hipismo, como drogadicción, despolitización, desvalorización sexual, en fin, el caos para lo políticamente correcto. Por ello, Easy Ryder se convirtió en la película de los adolescentes, cuya historia, personajes y banda sonora le hablaron por primera vez a la nueva generación.

Pero, quizá, la imagen más icónica de las adolescentes en esta década será plasmada por Stanley Kubrick y su mítica Lolita (1962), estelarizada por Sue Lyon y basada en la famosa novela de Vladimir Nabokov de 1958. El argumento que filmó Kubrick cuenta la relación del cuarentón Humbert Humbert con una casi niña (en la novela Lolita tiene 12 años, la censura cinematográfica hizo aumentarle la edad e, incluso, la actriz se ve mayor de sus supuestos catorce años). La incomodidad del tema tiene más aristas: Dolores Haze de ninguna manera es una joven inocente, va planeando el enamoramiento y la manipulación del profesor para escapar de la opresión familiar, muy bien representada a través de la gloriosa actuación de Shelley Winters como la madre castrante. La imagen de la adolescente dotada de malicia y de una voluntad de la búsqueda erótica se replicará en cada década subsiguiente en rostros tan famosos como: Brooke Shields en Niña bonita (1978), de Louis Malle; Barbara Hershey en Boxcar Bertha (1972) y Jodie Foster en Taxi Driver (1976), ambas de Martin Scorsese; Madonna en Desesperadamente buscando a Susana (1985), de Susan Seidelman; Jane March en El amante (1992), de Jean-Jacques Annaud; Dominique Swain en Una pasión prohibida (1997), de Adrian Lyne; Eva Green en Los Soñadores (2003), de Bernardo Bertolucci, y Evan Rachel Wood en A los trece (2003), de Catherine Hardwicke, por mencionar algunas.

Ya en los años setenta, Hollywood buscó entonces directores noveles, con ideas revolucionarias y modernas, gente que compartiera intereses similares a las de los adolescentes de ese momento. Figuran Martin Scorsese, Steven Spielberg, George Lucas, Paul Schrader, Brian de Palma, Sidney Lumet, Terrence Malick, Oliver Stone y Robert Altman.   

El cine setentero se vuelve crítico, mordaz de las instituciones norteamericanas, de su política exterior intervencionista, de los medios de comunicación como (mal) formadores de la cultura popular, de la avaricia institucional y el poder de la economía como motor de vida. Y es en los jóvenes donde se depositará todo este malestar para ser representado en la pantalla grande. Se construye la imagen del adolescente inconforme, reaccionario y atrevido. Los guerreros (1979), de Walter Hill, los personificará con gran maestría, un grupo de jóvenes, pertenecientes a una pandilla, que tratan de vencer a sus rivales, a la policía y al sistema mismo, con tal de perseguir su propio destino.

En los años ochenta, la mundialización del capitalismo borra la división entre países capitalistas y países “socialistas” formándose cuatro centros de dominación superintegrados: Estados Unidos, Europa occidental, Japón y la, ya desaparecida, URSS. La competencia y la agresividad alcanza al espacio exterior y la electrónica reduce al hombre a un robot y al planeta a una aldea-cárcel reproducida en cada estructura mental del individuo. El cine exacerba el carácter social necesario para los jóvenes: la vida cotidiana como simple violencia. Rocky III (1982), de John Avildsen, y Rambo (1982), de Ted Kotcheff, multiplicadas varias veces; Cobra (1985), de Sylvester Stallone; Clase 84 (1981), de Mark Lester, apenas son un ejemplo ilustrativo. En esa ruta, pero en sentido contrario, Francis Ford Coppola filma La ley de la calle (1983), en busca de una explicación más que una imposición de la violencia.

Sin embargo, la representación del adolescente ochentero por excelencia recaerá en el término Brat Pack, que aparece por primera vez en la historia en junio de 1985, en un artículo de la revista New York escrito por David Blum. En él se habla sobre este nuevo grupo de superestrellas de Hollywood que dominan las pantallas y las mentes de los jóvenes. Ellos son: Rob Lowe, Molly Ringwald, Emilio Estevez, Demi Moore, Anthony Michael Hall, Andrew McCarthy, Judd Nelson y Ally Sheedy: su común denominador era aparecer en cintas como: Se busca novio (1984), El primer año del resto de nuestras vidas (1985), y El club de los cinco (1985), las tres de John Hughes. El nombre, obviamente, hace alusión al Rat Pack, la pandilla que reinaba Las Vegas en los años cincuenta y sesenta comandada por Frank Sinatra, pero con una “B” al principio para formar la palabra Brat (que significa, de forma muy atinada, niño malcriado).

John Hughes supo representar al adolescente de la época, aquel que buscaba las satisfacciones personales, y el éxito profesional y sexual. En contraste con los estudiantes calenturientos de las comedias colegiales como Porky’s (1982), de Bob Clark, los personajes de Hughes parecen atrapados en sus inseguridades e indefiniciones (la raíz de la llamada Generación X). En sus mejores películas, Hughes nos muestra a estos simples adolescentes que arden en sus hogueras cotidianas, que se enfrentan a dilemas domésticos en busca de su identidad y a un futuro lleno de claroscuros. En las menores, mantiene el idealismo y la expectativa de lo que se puede ser en el futuro, todavía sin el abrumo de la cotidianidad adulta, pero respetando el american way of life de Ronald y Nancy Reagan.

En el siguiente periodo, que abarca la década de 1990 y lo que va del nuevo milenio, La dura realidad (1994), de Ben Stiller, inaugurará la visión más degradante de los adolescentes y jóvenes, todavía en un tono más ligero. Para el joven cineasta resulta fundamental preguntarse si hay vida después del arduo camino de los estudios. Stiller desarrolló una propuesta fresca y ligera, pero sin dejar de mostrar el desencanto, el nihilismo y la falta de esperanza de los jóvenes de los años noventa. La carencia de oportunidades, los talentos desperdiciados, las relaciones afectivas que se complican demasiado a partir de la existencia del sida; un romanticismo plástico o relaciones amorosas nada tradicionales. Todo tiene cabida en la cinta de Stiller, quien además consigue transmitir el espíritu ecléctico (propio de una generación sin modelos ni guías) del mundo adolescente y juvenil, reflejado en primer lugar en sus ropas, pero también en saltos emocionales que, a simple vista, parecerían volubles cambios de estado de ánimo.

Así, sin profundizar mucho, pero también sin quedarse en la superficie, Stiller narra la confusión de una generación que, prácticamente, tuvo que educarse a sí misma, carente de afecto y simpatías, y que sólo permanece junta porque necesita sobrevivir y ha sustituido los medios de expresión tradicionales por la fría y distante comunicación inalámbrica.  

En esta misma etapa, otra ópera prima, ahora del emblemático director Larry Clark, nos envía a un apasionante y crudo viaje por el mundo adolescente de los años noventa a través de lo que, en su momento, unos llamaban fábula y otros una apología nihilista. Kids, vidas pérdidas (1995), no es ni lo uno ni lo otro. No es una fábula, porque afortunadamente carece de moraleja. Tampoco es una apología de la desenfrenada vida adolescente de finales de siglo xx, porque no acusó ni alabó ese “libre desenfreno”. Después de la primera secuencia, Clark sumerge a sus dos antiprotagonistas, Telly (Leo Fitzpatrick) y Casper (Justin Pierce), en un Manhattan enorme que nunca deja tranquilos a sus habitantes. Calles que se magnifican y edificios que crecen exageradamente cuando los comparamos con el tamaño de los seres humanos.

Clark convirtió 24 horas de la vida de estos chicos en una película en la que se retrata estupendamente una desesperanza que se refleja en el culto al instante; la velocidad con que se puede conseguir diversión; el sin sentido de un mundo al que no fuimos invitados; la falta de protección en las hambrientas calles de las grandes ciudades. Esto gracias a que el director convivió cerca de un año con chicos típicos neoyorquinos que pasean en patineta por los jardines de Manhattan, se divierten en clubs de moda y pueden conseguir cualquier tipo de droga en cuanto lo deseen. El lenguaje que unifica a los muchachos, la aparente falta de rumbo de las vidas de los jóvenes; el desenfreno que escandaliza a los adultos; el ritmo completamente natural de los hechos y la naturalidad en las actuaciones, quizá se vieron influidas por el efecto documental de la cinta. La cámara parece flotar entre los personajes sin afectar ninguno de sus actos ni de sus reacciones. La colorida sordidez de estas vidas recuerda en ocasiones a Idaho: el camino de mis sueños (1991), de Gus Van Sant, que aquí fungió como productor ejecutivo, y a la gran obra maestra de Oliver Stone, Asesinos por naturaleza (1994), en la que dos jóvenes atacan con la misma impiedad a la prensa amarillista, la violencia cotidiana, los medios masivos de comunicación, y al propio sueño americano; una visión similar la realizaría, en Inglaterra, Danny Boyle con su famosa Trainspotting (1996).

En las postrimerías del siglo xxi, la imagen adolescente se verá vigorizada por cintas como American Pie (1999), de Paul Weltz, en que la pérdida de la virginidad es el tópico por excelencia; Election (1999), de Alexander Payne, que pondera la incursión política de los adolescentes desatando una guerra electoral que no le pide nada a las que se suscitan en el mundo de los adultos; Go (1999), comedia negra de Doug Liman, que incluye sexo, drogas y violencia al por mayor, quien la define antes de los créditos como “la celebración de ser adolescente y de la libertad que te da serlo sin mayores consecuencias”; El Diablo metió la mano (1999), de Rodman Flender, la satanización de los adolescentes alcanza su burdo clímax en esta cinta, donde el señor de las tinieblas se apodera de una de las manos de Anton Tobias, un joven de 16 años que, entre otras cosas, es obligado a decapitar a sus padres; La Facultad (1998), de Robert Rodríguez, película de ciencia ficción en la que un extraterrestre asola a una preparatoria de Ohio, y en el inter vemos todos los desfiguros típicos del adolescente posmoderno.

En el nuevo milenio llega, con Jackass (2002), de Jeff Tremaine, la representación del adolescente desobligado, vacío, carente de toda lógica e inteligencia; una raza de ineptos que no pueden construir frases sin maldiciones y que se dedican a lo que mejor saben hacer: golpearse, humillarse, lastimarse y arriesgar sus vidas para –según ellos– entretenernos y probablemente hacerse famosos y adinerados. Y con esta misma visión se recrean, a modo de farsa, los estereotipos adolescentes representativos en el cine con No es otra tonta película americana (2002), de Joel Gallen, y todas sus secuelas. 

2003 será un año de mucha reflexión con el estreno de Elefante, dirigida magistralmente por Gus Van Sant, película que describe la matanza de Columbine, a la que Michael Moore también se refiere en su documental Masacre en Columbine (2002). La historia narra las actividades rutinarias de una escuela secundaria en una ciudad indeterminada de Estados Unidos, hasta que inexplicablemente, dos jóvenes se arman hasta los dientes y desatan una mortandad escalofriante. Una representación con un discurso político en contra de la administración Bush, sobre la vida adolescente, y de cómo el ocio y la vacuidad trabajan en un entorno donde la violencia, el crimen y el terrorismo puro germinan en secreto. 

Sin embargo, en un cine con otros objetivos discursivos en el nuevo milenio continuará la línea que busca: exaltar la violencia en todo tipo de entornos donde se mueve la cultura adolescente (Hooligans [2005], de Lexi Alexander); el hambre de sexo en una época en la que puede encontrarse la muerte gracias al sida (Proyecto X [2012], de Nima Nourizadeh); la visión machista de los jóvenes que más que satisfacción quieren alimentar su ego (Goat [2016], de Andrew Neel); el punto de vista antimasculino de las chicas que no encuentran acomodo en un mundo diseñado para hombres (Black Christmas [2019], de Sophia Takal); la pérdida de toda estética en favor de la comodidad (Dulzura americana [2016], de Andrea Arnold); la abundancia de todo tipo de drogas en sustitución de las típicas cervezas de las reuniones juveniles (Spring breakers: viviendo al límite [2012], de Harmony Korine); la búsqueda de encontrarse consigo mismo (Hombres, mujeres y niños [2014], de Jason Reitman); la experimentación en carne propia de la inexistencia de un Dios que no venga de la televisión o de las redes sociales (Ladrones de la fama [2013]. de Sofía Coppola) y, finalmente en el cine de ciencia ficción, la existencia de un mundo distópico donde los héroes y las heroínas son los adolescentes de la familia, destacando en este último la triada de: Los juegos del hambre (2012), de Gary Ross; Divergente (2014), de Neil Burger, y Maze Runner: correr o morir (2014), de Wes Bail.

De esta manera, es como las representaciones adolescentes en la gran pantalla nos han mostrado las historias de la gente del mundo futuro, pero viviendo su presente. Cada época ha registrado el contexto de los jóvenes, a veces en tono romántico y divertido, otras, las más, en un mundo caótico lleno de excesos e incertidumbre. Toca a nosotros como espectadores apreciarla, valorarla y reflexionarla ahora con las nuevas generaciones. 

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