Cuerpos marcados: el doble castigo femenino.

El caso de la Unidad Carcelaria Provincial de Salta Número 4

María Guadalupe Macedo (UNSa)

María Noelia Mansilla Pérez (ICSOH-UNSA-CONICET)

El presente trabajo problematiza la administración y el tratamiento de la criminalidad femenina en el contexto de la ciudad de Salta. Esta localidad es la capital de la provincia homónima ubicada al noroeste del territorio argentino. Con una población de 750000 habitantes distribuidos en una superficie de 120 km2, es la primera metrópoli más poblada de la provincia y la segunda en la región.

El caso sobre el que se reflexiona corresponde a la Unidad Carcelaria Núm. 4 (UC4), una cárcel de mujeres de máxima y media seguridad, dependiente del Servicio Penitenciario de la Provincia de Salta (SPPS). Se ubica dentro del Complejo Penitenciario de Villa las Rosas, donde también funciona la Unidad Carcelaria Núm. 1 para detenidos varones. Según los datos publicados por el Sistema Nacional de Estadística sobre Ejecución de la Pena en su Informe Ejecutivo 2021,[1] alberga una población penitenciaria de 109 personas. Esta cifra no contempla a las niñas y los niños a quienes la legislación vigente avala convivir junto a sus madres en el encierro hasta cumplir la edad de 5 años.

La UC4 es la única institución de jurisdicción provincial destinada a alojar mujeres penadas y procesadas. Fue inaugurada el 2 de diciembre de 1987, en el mismo predio de la denominada “Cárcel Modelo de Salta”, de 1941, y actual sede del complejo antes mencionado, ocupando el lugar que primigeniamente pertenecía al Cuartel de Bomberos. Hasta ese momento, las mujeres en conflicto con la ley que debían cumplir una condena se encontraban bajo la custodia de la Congregación de Hermanas del Buen Pastor. En el año 2007 se habilitó la Unidad Núm. 16, instituto penitenciario femenino que se encuentra bajo la órbita federal en la vecina ciudad de General Güemes, a 53 km de la capital salteña.

Nuestra exploración recupera el derrotero del interés público por la restitución social e institucionalización de las mujeres en conflicto con la ley en Salta, desde los primeros intentos por moralizar y reencaminar la desviación femenina, hasta la actualidad. Este recorrido nos permite apreciar una continuidad presente en la atención de dicha problemática, mediante un denominador común desplegado en discursos y dispositivos que asocian lo femenino a la esfera de la reproducción social, constriñendo a las mujeres a las tareas del cuidado o ubicándolas en el orden del resguardo de los valores morales, desde antaño hasta nuestros días. En última instancia, nos habla de la configuración de una estructura de género jerárquica y patriarcal que normatiza la interacción entre varones y mujeres, y los lugares que cada quien debe ocupar en la sociedad.

Lo que en seguida exponemos es el resultado de un análisis cualitativo y transdisciplinario que pondera diversas fuentes escritas junto a una prolongada experiencia de campo vivida junto a las mujeres detenidas en el marco de la institución estudiada. Traspasar el hermetismo de la cárcel nos fue posible gracias a un Convenio[2] de articulación interinstitucional firmado entre la Universidad Nacional de Salta y el SPPS, mediante el cual nos desempeñamos como docentes y colaboradoras de un proyecto educativo de formación superior para detenidas y detenidos de unidades penales provinciales. Las consideraciones desarrolladas toman forma en la intersección entre un enfoque de género y de derechos humanos.

Aproximaciones genealógicas al gobierno de la criminalidad femenina en Salta

El cuerpo de la mujer es disciplinado en diferentes instituciones sociales, que marcan el modo de ser y actuar dentro de la sociedad según el sexo biológico. Así, por ejemplo, desde que nacemos, la familia impone roles de géneros en los cuerpos. Tanto varones como mujeres transcurren a lo largo de su vida en instituciones que les moldean de acuerdo con los roles de género y las necesidades del mercado.

En la actualidad, las mujeres que transgreden las leyes son penalizadas con la cárcel. Sus cuerpos son disciplinados por el sistema penitenciario, quien dispone cómo deben actuar y qué deben hacer; sin embargo, antes eran enviadas a instituciones dirigidas por comunidades religiosas que se encargaban de educarlas dentro de parámetros morales católicos y desde una perspectiva machista. Se les enseñaban cómo sentarse, cómo vestirse, cómo hablar, cómo tratar a las otras personas, qué palabras se deben decir y cuáles no, cómo criar a sus hijos, entre otras cosas.

Desde sus inicios, la cárcel moderna se ha pensado para hombres. Revisar la historia de estas instituciones es referenciar proyectos y edificaciones de muros y de seguridad que encierran peligrosos delincuentes, siempre varones. Las mujeres infractoras se han considerado una “anormalidad social”, ya que escapan a los cánones impuestos –sociales y de género. Entonces, como versa nuestra historia nacional y regional, esas “almas torcidas y mal enseñadas” debían ser corregidas por la iglesia.

Una iniciativa precursora por instituir el control y la disciplina de las mujeres en el espacio local, lo constituyó el primer Asilo de Mendigos y Casa de Corrección de Mujeres en Salta, durante la segunda mitad del siglo XIX. Su dirección la concedió el Estado provincial a la Sociedad de Beneficencia, asociación femenina de élite, y se trató de un establecimiento que funcionó sólo un corto periodo de apenas cinco años. Su breve existencia nos permite visibilizar las dificultades que se tenían en esa época para llevar adelante un proyecto de este tenor. También evidencia cómo las mujeres criminales junto a los mendigos se configuraron como sujetos/objetos de la beneficencia, a cargo de las damas decentes y bajo los mandatos de la moral cristiana (Quinteros y Mansilla, 2019).

Empero, ha sido la orden de las Hermanas del Buen Pastor la que, por mucho tiempo, se encargó de “corregir” a las criminales y, desde una moralidad religiosa, reeducarlas para ser “mujeres de bien”. En Salta, en 1889, a través del pedido de la Sociedad de Beneficencia y la Conferencia de San Vicente de Paul, a cargo de las mujeres de la élite, el gobernador envió a construir un edificio en la Quinta Normal para la Casa del Buen Pastor, la primera cárcel para mujeres. El Hogar Buen Pastor para mujeres infractoras y desviadas estaría bajo la tutela de la Congregación de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor, con personal penitenciario a cargo de la seguridad externa.

Con el gobierno de Delfín Leguizamón en 1893, se da la llegada de la madre María Teresa de Torrealba, como la superiora del instituto, y la hermana María de Santa Rosa Soto, como asistente, proveniente de la congregación de Tucumán para administrar el nuevo reclusorio de mujeres infractoras y desviadas. Éste estaba a cargo del organismo estatal denominado “minoridad”; es decir, que las mujeres eran consideradas sujetos menores, por lo que contaban, al igual que los niños, con menos derechos que un hombre por su condición de género.

Se las vigilaba constantemente y se las instruía en “virtud, moral y trabajo” y se propone, como lo define Sánchez, la domesticación de cuerpos femeninos desde las lógicas patriarcales al servicio del capitalismo (Sánchez, 2016). La sociedad de beneficencia debía ocuparse de proporcionar elementos para la subsistencia y también espirituales. Las mujeres sólo podían salir del lugar –cabe destacar que en esta institución no nada más se albergaba a mujeres con causas sino a todas las desviadas, abandonadas, pobres, infieles– sin compañía de un hombre y únicamente de día. Las visitas eran cada quince días y sólo a través del locutorio y custodiada por una religiosa. El sostén del lugar se daba por el trabajo de las mujeres, y la atención sanitaria se daba entre ellas. El lugar estaba custodiado por guardia policial, pero todas las decisiones dentro del lugar eran tomadas por la congregación. Las mujeres se perfeccionaron en costura, bordado, planchado y conocimientos considerados femeninos.

En 1899 se abrió por primera vez una escuela externa donde asistían alrededor de 70 niñas; es decir, aquellas mujeres que estaban alojadas en el lugar y eran menores de edad, el resto no accedía a este derecho. A finales del siglo XX se cerró la casa del Buen Pastor, y en diciembre de 1987 se inauguró la Unidad Carcelaria Núm. 4, en el complejo penitenciario de Villa Las Rosas.

En nuestra provincia, aproximadamente hace 50 años la “gestión” de las mujeres presas ha cambiado de manos, ahora se hace cargo el Servicio Penitenciario de la Provincia de Salta. La ubicación física y geográfica de la cárcel se puede tomar como una metáfora. La cárcel de varones de Villa las Rosas U. P. Núm. 1 (conocida por el barrio donde se ubica), está rodeada por una gran muralla, de proporciones considerables. Por fuera, y adherida a ella, están las oficinas administrativas; entre esos espacios, por fuera del muro, se destinó un terreno para erigir la cárcel de mujeres, con sus celdas y oficinas dejando a la vista el recorte presupuestario por cuestiones de género. Si hay una celda de castigo, ya no hay lugar para un aula de escuela; si el penal que aloja varones tiene talleres, entonces el penal de mujeres no lo tendrá. En la actualidad, la cárcel de mujeres tiene la capacidad de alojar 95 mujeres, y la sobrepoblación y hacinamiento lleva a que vivan 120 mujeres y 6 niños. En su interior funciona el núcleo educativo Núm. 7042 “Rosa Virginia Pelletier”, en homenaje a la religiosa que empezó con la congregación del Buen Pastor, reivindicando la moralización de la educación de nivel primario para las mujeres privadas de su libertad, se encarga de la educación primaria de las mujeres.

El espacio no dispone de lugar para aulas de educación secundaria ni universitaria, ni un espacio para el deporte y la recreación; hay una sola habitación para las visitas íntimas, pero sí hay una celda de castigo y una capilla. El penal que aloja varones tiene más instalaciones que permiten realizar tareas laborales, puedan trabajar o realizar deportes. La división está dada desde la concepción de sexo, dividiendo a las personas de acuerdo con la genitalidad: “él ‘sexo’ es un ideal regulatorio, una materialización forzosa y diferenciada de los cuerpos que producirá lo que resta, lo exterior, lo que podría llamarse su ‘inconsciente’” (Butler, 2002, pág. 47).

El género es entendido como una construcción cultural y social atravesado por diversas categorías (Burin, 1998; Varg, 2010; Lagarde, 1996). Es un principio organizador, un código de conducta y estructura de vida. No está de acuerdo con que se establezcan relaciones de poder en el género, donde se cargan mandatos a las mujeres por su condición de gestante, por lo que sólo es considerada una buena mujer si es madre y si es una buena madre según los parámetros de producción social y económica.

La sociedad salteña se basa en parámetros sociales del Patriarcado, donde el padre es “el protector”, y se establecen mecanismos y estrategias para mantener el poder y la dominación sobre los cuerpos y la vida de las mujeres. La sociedad establece, a través de los medios de comunicación, la escuela, los juguetes y la religión, que la mujer debe ser madre por el simple hecho de que es capaz biológicamente de gestar. “El género es una categoría útil para el análisis, porque nos obliga a historizar las formas en que el sexo y la diferencia sexual han sido concebidos” (Scott, 2008, pág. 100).

Los cuerpos de las personas privadas de su libertad no sólo están atravesados por el sistema penitenciario, sino también por el sistema judicial, el sistema mediático, los prejuicios sociales y la necesidad de condenas más “ejemplares”. En el marco del contrato contrasexual, los cuerpos se reconocen a sí no como hombres o mujeres sino como cuerpos hablantes, y reconocen a los otros como cuerpos hablantes (Preciado, 2011, pág. 13). En las cárceles, los cuerpos son marcados por la institución que administra el encierro, la misma que ejerce la violencia, y están regulados por parámetros genéricos. Es un espacio de castigo donde se busca reeducar los cuerpos según las lógicas del mundo capitalista, patriarcal y heteronormado.

Debe poner en juego un arsenal de técnicas disciplinarias positivas y negativas (religión, trabajo, educación, vigilancia del comportamiento) que lograrán la transformación del individuo que allí ha ingresado; es decir, que el cuerpo de las mujeres privadas de su libertad, es atravesado por técnicas disciplinarias para moldearlos como objeto, ya que no son socialmente aceptados y no responden a los patrones de comportamiento establecidos por las normas sociales, la modernidad y la globalización, lo que implica que no se corresponden con las lógicas del mercado, y están fuera de lo social. Por este motivo es que la institución penitenciaria es selectiva respecto a qué tipo de formación pueden acceder las mujeres.

El cuerpo y el poder

La expulsión y la restricción transforman el contexto en un eslabón del poder, que son dominados por las estructuras jerárquicas que lo ordenan; las regulaciones de las cárceles y los centros de privación de libertad se rigen por el control de la libertad de las y los sujetos. Es un sistema de control perverso, trabaja en el cumplimiento de estructuras de poder que individualizan y desubjetivizan a las y los sujetos, imponiendo maneras de comportamiento. Las formas sociales establecidas dentro de la cárcel para las mujeres remiten a lo instituido, lo reglado, lo normado, como los procesos por los que se determina que estas mujeres son malas y peligrosas, por lo que se busca educarlas para que sean funcionales para el sistema, las sociedades y los individuos, por lo que las instituciones (servicio penitenciario, escuela primaria y las iglesias), dentro de las cárceles, se organizan para generar procesos de cambios en los cuerpos de las mujeres.

Esto orilla a que la función de los muros sea aislar, individualizar a las sujetas alejándolas de sus derechos humanos; es decir, estableciendo los derechos desde una perspectiva de premios y castigos según las actitudes. Lo que lleva a la pérdida de derechos elementales, como la comunicación y la educación. Las rejas tienen la función de aislar al sujeto de la sociedad, por lo tanto, de las redes sociales, educativas, de trabajo, etcétera. La cárcel de mujeres es una institución que surge como una copia de las de varones para controlar los cuerpos desde el aislamiento, la violencia y el control de comportamientos; pero también desde lógicas moralizantes, y esto puede verse en múltiples situaciones; por ejemplo, en las cárceles de mujeres hay niños o niñas que están cumpliendo la condena de la madre, cuando esto es imposible en las unidades carcelarias de varones.

El cuerpo en el ejercicio de la maternidad

“Las mujeres, hasta hoy, han sido educadas sobre todo para las labores domésticas, y el cuidado y la educación de los hijos, en comparación con los hombres, que lo han sido para ser los proveedores y protectores del hogar” (Valdez et al., 2013, pág. 209). Sus cuerpos son disciplinados para ser madres a través de la crianza; la escuela y los estereotipos de género establecen cómo ser mujer y eso dispone a ser una buena madre, ser cuidadora y ocuparse del crecimiento de sus hijos y sus hijas, educándolas como un ciudadano capaz de producir en la sociedad.

A diferencia de los varones, las mujeres detenidas tienen un doble castigo: por no haber cumplido con su mandato social como personas ni con el femenino, funcionando como un mecanismo social de construcción de identidades que agrandan la brecha de desigualdades. A esto se suma que las mujeres que se encuentran privadas de su libertad cumplen con el precepto de la maternidad, porque la mayor parte de ellas son madres, pero en tanto que se les ha condenado, pertenecen al grupo de las “malas madres”, como lo define Cristina Palomar Vera.

El fenómeno de las “malas madres”: esas mujeres que no cumplen con las expectativas ideales de ese papel social y que son estigmatizadas, señaladas, penalizadas o diagnosticadas de diversas maneras y formas, dependiendo de la gravedad del incumplimiento; son esas mujeres “desnaturalizadas”; es decir, mujeres que contradicen la supuesta “naturaleza” de todas las mujeres, la de desear ser madres y, además, la de saber hacerlo “bien”, entendiendo por esto el querer, poder y saber hacerse responsable de sus crías, amarlas y cuidarlas hasta que puedan valerse por sí mismas (Vera Palomar, 2004, pág. 17).

La sexualidad y el sexo

Pensar en la sexualidad en el contexto de la privación de libertad es complejo, ya que está regulado por el servicio penitenciario que establece los modos y las formas permitidas de realizarlo. Establece las maneras de vestir, caminar, comer, hablar, relacionarse, sentir y de relacionarse con otras mujeres, desde una lógica heteronormada donde no hay nada que pueda realizarse si no está dentro de estos parámetros. No todas las mujeres viven bajo estos parámetros, ya que hay quienes establecen relaciones lésbicas, otras formas de autopercibirse mujer, y requieren resistir. En este espacio el sexo está limitado y restringido sólo para parejas formales heterosexuales, pero a la vez a estas personas se les limita y controla el tiempo y las formas, porque se dispone de una sola habitación para las visitas íntimas donde deben pasar una vez a la semana más de 20 parejas.

El sistema penitenciario educa para que las mujeres no tengan deseos sexuales. Se los limita, determinando que ellas no pueden masturbarse ni tener relaciones con otras personas que no sean parejas estables, y deben limitar la sexualidad a la reproducción y no al placer. Así, se prohíbe hablar sobre sexualidad y entablar relaciones con mujeres. En cada requisa la intimidad de la mujer es bastardeada, “manoseada” por otras mujeres que controlan su cuerpo y el placer proponiendo pautas de comportamiento donde la masturbación y las relaciones lésbicas son penalizadas con la baja del puntaje de conducta, a la vez que se les separa de sus parejas. Y lo mismo sucede con la vestimenta.

El cuerpo de las mujeres privadas de su libertad está dentro de la cárcel educada por instituciones que hibridan entre sí y tienen como fin mantener el pensamiento hegemónico hetero y patriarcal de la sociedad. Se busca formar “buenas mujeres” que no se dediquen a lo delictivo, sino que se encarguen de la vida de sus hombres (padres, hermanos, esposos, novios, hijos) y cuiden el hogar para perpetuar esa mano de obra. Se debe tener en cuenta que, para el sistema capitalista, las tareas de reproducción social, en general realizadas por la mujer, son un eslabón fundamental para cuidar la fuerza de trabajo productivo de manera gratuita. Asimismo, el control de los cuerpos gestantes permite disponer de sus hijos para que sean explotados en el mundo capitalista. Se busca, entonces, domesticar los cuerpos desde la sumisión y el control.

Las mujeres tendrán en sus cuerpos la marca de la cárcel, desde el deterioro de su salud física hasta el deterioro mental por no haber sido atendida, garantizando los derechos que no fueron suspendidos con la condena, de acuerdo con lo que estableció el fallo y las leyes de ejecución penal; este es el caso del porcentaje de mujeres que tiene condena firme. El abuso de la prisión preventiva y el olvido del sistema judicial alimentan esa crueldad, que se nutre asiduamente por los prejuicios constantes, alimentado por un discurso simplista y reductor. Todo esto se suma a la formación de una mujer que es educada para criar y cuidar del otro, sin posibilidades de ejercer sus derechos a la educación, comunicación, intimidad y la recreación, entre tantos otros.

Algunas aproximaciones finales

Dentro de la cárcel, las mujeres aprenden estructuras prefijadas de cómo ser mujer y cómo actuar dentro de la sociedad y de la cárcel. Donde las mujeres dejan de pensarse como sujetos de derechos, posicionando la inferioridad planteada desde el binarismo de género. Es un espacio donde se establecen estructuras del cuerpo y la maternidad. “Hablar de diferencias de género remite en consecuencia ‘a los dispositivos de poder’ por los cuales –en cada sociedad– las diferencias biológicas han justificado las desigualdades sociales” (Fernández, 2009). Es un lugar donde se establecen redes de poder desde el discurso, las disposiciones de convivencia y la justicia dentro del lugar. Ser mujer en estos contextos implica atravesar una condena y ser culpabilizada; es una práctica discursiva que condena a quienes no cumplen con formas idealizadas de feminidad y se corrigen las malas prácticas.

Dentro de la cárcel se estructuran los comportamientos basándonos en la cultura patriarcal. El pasaje por la cárcel conlleva a la destrucción del hogar, porque muchas de ellas eran quienes sostenían emocional y económicamente, lo que lleva a una negación del ejercicio de la maternidad muchas veces dado por sus propios hijos. El reaprendizaje del género y de la maternidad dentro de la cárcel implica disciplinarse para ser parte de un proceso de sociabilización y poder estar en el mundo del que fueron apartadas. Ellas se reconstituyen como sujetos “de bien” para él adentro, para él afuera y frente a ellas mismas, porque como sabemos “la normalidad del género tiene un sentido socializador, si no es condición fundante para el desarrollo de la vida en los marcos de la sociedad actual, capitalista/patriarcal” (Llaryora, 2016, pág. 53).

El construirse como mujer de bien las aleja de la criminalización, las coloca dentro del mundo para ser incluidas y nombradas dentro de las instituciones sociales que son netamente patriarcales, pudiendo ser alguien dentro del sistema y ser productivas socialmente; es decir, que la cárcel busca que las mujeres bajo el mandato de la maternidad sean sujetos productivos para el sistema capitalista.

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[1] Informe Ejecutivo del SNEEP, correspondiente a la Provincia de Salta en el año 2021, p. 2. En: https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/2022/10/sneepsalta2021.pdf (consultado el 20 de septiembre de 2022).

[2] Convenio Marco entre la Universidad Nacional de Salta y la Secretaría de Seguridad de la Provincia de Salta. Expediente Nº4376/2006. En: http://bo.unsa.edu.ar/dr/R2006/R-DR-2006-1257.html (consultado el 02 de septiembre de 2022).

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