La convergencia en los consumos musicales:

la cultura transmediática y los medios sociales conectivos

Mario Andrés Rivas Bárcenas

Para mi pequeño Gusi, quien ya consume música desde su narrativa y a través de la convergencia.

Ocho de la mañana y, aunque todo parece muy tranquilo al ingreso a una guardería infantil pública, a través de las bocinas ya se escucha una serie de rondas infantiles como música de fondo que acompaña el acceso de los apurados infantes. Unos tararean, otros bailan y los menos ignoran el sonido, pero aquel acompañamiento musical ofrece una bienvenida sonora mediante una selección que nos hace preguntarnos su origen: ¿quién escogió los temas y sus intérpretes?, ¿acaso forma parte de una playlist creada en algún servicio de streaming o por un canal de videos trasmitido por una plataforma de Internet?, ¿cada track llega por suerte-destino-casualidad gracias al efecto random de una lista aleatoria? 

Si lo pensamos detenidamente, esos pequeños desarrollarán, el resto de su cotidianidad, una interacción constante con diversos contenidos sonoros, mismos que podrán ser seleccionados y utilizados directamente por ellos o, quizá, formarán parte de un entorno acústico que acompaña a los distintos ambientes con los que se relaciona: la casa, la calle, los medios de transporte, la escuela, y un largo etcétera. Bajo cada uno de esos contextos, identificaremos diversas tecnologías de distribución que nos proporcionarán un sonido grabado, pero quizá lo más interesante de ello sea el “conjunto de protocolos o prácticas sociales y culturales que se han desarrollado en torno a dicha tecnología” (Jenkins, 2008, pág. 24); es decir, la forma en que esos chicos están aprendiendo a escuchar la música por medio de distintos dispositivos, a consumir productos armónicos y melódicos, a asimilar dichos sonidos bajo una lógica mediática. pero aún más importante, a construir y a conferir un sentido propio a los contenidos auditivos dentro de su vida y en relación con la de los demás.

Los tiempos en que se recibía a la música como un producto acabado y determinado por los antiguos medios de comunicación se han convertido en un recuerdo. Esas épocas donde una trasmisión radial, una reproducción física desde la aguja pasando de manera estereofónica sobre los surcos del vinil o un soundtrack explotando en los altoparlantes del cinerama se han quedado bajo la alfombra del pasado frente al desarrollo tecnológico, el extracto auditivo que formaba parte de la promoción de un artículo difundido en los anuncios publicitarios. Ahí podríamos encontrar desde el romántico recuerdo del descubrimiento de propuestas y estilos que relata Eduardo Verdú en su Música o nada, por medio de los cambios tecnológicos entre los siglos XX y XXI, hasta el “neurótico miedo al silencio” de Román Gubern, en El eros electrónico, donde la música se convierte en un telón de fondo y un acompañante frente a la soledad, sin dejar de lado la experiencia aún más antigua que relata Peter Hanke en Ensayo sobre el jukebox, cuando estábamos obligados a trasladarnos hasta las gramolas para escuchar y bailar los éxitos de momento (eso sí… tras dejar algunas monedas como importe para cumplir nuestro capricho melómano).

Sin embargo, desde hace algunas décadas el desarrollo técnico ha permitido que los archivos musicales encuentren otras vías para llegar a nuestros tímpanos, como lo fue en su momento el ruido que acompañaba de manera sincrónica al videoclip bajo una historia corta acompañante de la lírica relatada, la posibilidad de transportar a cualquier lugar nuestra selección por medio del walkman y su posterior mutación al IPod y, más recientemente, los servicios de streaming que implicaron la desvinculación de la posesión de un soporte físico para dejar todo al resguardo de la metafísica y etérea nube digital.

Bien podríamos suponer que estos cambios en la forma en que consumimos las expresiones musicales están determinadas por la evolución técnica de sus medios y soportes de difusión, pero sería necesario comprender que parte de esta metamorfosis en la apreciación estética del universo sonoro y sus diversas aplicaciones se relacionan con una transformación social en los usos que hacemos de los contenidos artísticos. Dicho contexto ha recibido el nombre de cultura de la convergencia por parte del académico norteamericano Henry Jenkins, quien establece que las personas nos enfrentamos a un “flujo de contenidos a través de múltiples plataformas mediáticas” (Jenkins, 2008, pág. 14); es decir, los individuos estamos coexistiendo ante contenidos que se comparten y se transforman constantemente en sistemas o plataformas mediáticas distintas; lo que al mismo tiempo ha provocado que, en nuestra propia categoría de consumidores, nos encontremos todo el tiempo en una situación de migración saltando de aplicación en aplicación en búsqueda de nuevas experiencias que puedan integrarse a las que vivimos previamente, creando, además, nuevos sentidos a los que tenían originalmente dichos contenidos. 

Desde este punto de vista, podemos identificar que los ejercicios de convergencia no se han llevado a cabo sólo por los desarrollos tecnológicos, sino que “se producen en el cerebro de los consumidores individuales y mediante sus interacciones sociales con otros” (Jenkins, 2008, pág. 14). Si bien esta evolución técnica ha propiciado la cultura de la convergencia mediante las facilidades de interacción entre los distintos contenidos a partir de su carácter de interoperabilidad, esa “fusión tecnológica entre las distintas plataformas y la influencia conjunta sobre los usuarios y el contenido” (Van Dijck, 2016, pág. 73), somos los individuos sociales quienes establecemos intersecciones entre los distintos fragmentos de información extraídos del caótico flujo mediático; ya sea por nuestros gustos o intereses, o quizá por las recomendaciones de nuestros contactos en los medios sociales digitales e, incluso, hasta por las que ofrecen las propias plataformas y aplicaciones.

Siendo así, identificaríamos que el cambio cultural frente al consumo musical bajo la lógica de la convergencia podría haber ocurrido antes de las facilidades tecnológicas que el ámbito de la computación y la virtualidad ofrecen en la actualidad. En primera instancia tendríamos que reflexionar sobre los casos de adaptación que tuvieron algunos relatos dentro del ámbito musical (desde More human than human, de White Zombie, que se inspiró en la película Blade Runner, de 1982, hasta Las batallas, de Café Tacuba que retoman el libro Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco), obras sonoras que sólo buscaron trasladar lo relatado a una canción. De forma contraria, podríamos tener otras expresiones artísticas surgidas desde un tema (como el famoso caso de Stand by me, canción interpretada por gente como Ben E. King, Muhammad Ali o John Lennon que se transformó en una película dirigida por Rob Reiner en 1986 y que, al mismo tiempo, se basó en una historia escrita por Stephen King, titulada The body).

Estos ejemplos sólo nos muestran dichos ejercicios de adaptación; es decir, de adecuación de un contenido para que logre su integración sobre un soporte tecnológico de difusión distinto. Pero si existe una característica primordial en la que es enfático Jenkins sobre la cultura de la convergencia, es la posibilidad de sacar de su contexto original a los contenidos con la finalidad de crear nuevas experiencias y, ¿por qué no?, nuevos relatos. Así es como nos encontramos con el uso de diversos temas musicales incluidos como música de fondo y soundtracks para películas y series de televisión que acuden al recurso sonoro para confeccionar sensaciones distintas a las de su composición, además de su momento y espacio. De esa manera encontramos el trabajo sonoro de Quentin Tarantino en cada una de sus obras fílmicas, donde los tracks son colocados en instantes específicos de su desarrollo para crear emociones más allá del género o hasta de su lírica; teniendo como ejemplos claros el uso de Stuck in the middle with you, de Stealers Wheel en Reservoir dogs, de 1992, o de Down in Mexico, de The Coasters, en Death proof, de 2007, porque ni la primera buscaba servir de referencia para una mutilación y la segunda no fue concebida para ser utilizada para un table dance improvisado. Pero si lo anterior no sirviera de suficiente muestra, bien vale recordar el caso reciente de la serie de Netflix llamada 1889, que emplea canciones de rock dentro de una ambientación marítima y esotérica con una ubicación temporal de finales del siglo XIX, donde tuvimos la oportunidad de escuchar desde Child in time, de Deep Purple, The wizard, de Black Sabbath, o White rabbit, de Jefferson Airplane; ésta última inspirada en el clásico literario de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas

Esta línea de reflexión nos obliga a revisar el consumo musical a través de un concepto fundamental, como lo es el de las narrativas transmedia que, si bien fue creado por Jenkins, quien ha profundizado en ello es Carlos Alberto Scolari. Ambos autores establecen que, bajo la transformación cultural derivada por la convergencia, los creadores de contenidos de los medios tradicionales han buscado la manera no sólo de adaptar sus relatos y mensajes en los nuevos soportes tecnológicos ante el temor de quedar rebasados por la obsolescencia, sino que ahora han expandido su universo a través de la amplia gama de posibilidades que ofrecen las plataformas y aplicaciones de difusión mediática. De esta manera, las historias no sólo se quedan encapsuladas en una canción o un disco temático, sino dichas creaciones sonoras también se sueltan en la corriente para que se desarrollen y ofrezcan contenidos complementarios en el ambiente audiovisual, ya sea en el videoclip, la reproducción streaming o su inclusión en otros medios y redes sociodigitales.

Siendo así, no debería extrañarnos el encontrar obras como Estrategias sobrenaturales para montar un grupo de rock, una obra literaria realizada por el cantante de The Make-Up, Ian Svenonius, quien retoma canciones e historias de músicos para recrear una sesión espiritista con la intención de encontrar los elementos necesarios para alcanzar la fama y el éxito. Bajo el mismo orden de ideas, encontramos a diversos artistas que no buscan adaptar obras literarias o filmes al ámbito musical, sino que componen sus obras a partir del punto final colocados en los contenidos originales para crear historias alternativas, continuaciones o precuelas. Para ello, sólo basta reconocer lo que se hace constantemente dentro del universo del protodoom y el hard psych revival, donde se recurre a referencias del cine de serie B norteamericano y el giallo italiano junto con la literatura de horror cósmico para crear fantasías sonoras a partir de historias nuevas; lo que permite a los escuchas desarrollar nuevos relatos sobre Los mitos de Cthulhu, de H. P. Lovecraft, o sobre las épocas primigenias de nuestro planeta desde la figura de Conan el bárbaro, de Robert E. Howard.

Desde su propuesta teórica, Scolari (2008, pág. 94) también establece que si bien “hay una interactividad en las comunicaciones sujeto-sujeto, también en los intercambios entre un sujeto y un dispositivo tecnológico”, por lo que extiende las narrativas transmedia al ámbito de participación por parte de los consumidores. Así, las personas no nos quedamos como entes pasivos frente a los contenidos vertidos ante todos los dispositivos tecnológicos de difusión, sino que ahora, además, se abre la posibilidad de expandir los relatos hacia nuestras experiencias personales. Desde este planteamiento, es de vital importancia recuperar el valor de YouTube como “la plataforma [que] redefinió de manera irrevocable las condiciones mismas de producción y consumo audiovisual” (Van Dijck, 2016, pág. 184), ya que no sólo es un medio para ver productos creados de manera formal por artistas y empresas, sino también hizo posible que el público subiera contenidos propios; que desde el ámbito musical nos permitió observar y compartir escenas de la vida cotidiana musicalizadas, fanvids, interpretaciones propias de temas ajenos y hasta composiciones inéditas inspiradas en estilos, historias o artistas establecidos previamente.

Bajo este caleidoscopio en que se encuentra inmerso el panorama musical, tenemos la opción de insertar extractos sonoros a reels de Instagram, musicalizar historias de Facebook, subir bailes a TikTok, o transformar los memes en un producto audiovisual. De esta manera, un contenido temático manejado desde la perspectiva de la convergencia puede sufrir una implosión hasta convertirse en un amplio universo en expansión, donde los antiguos consumidores han mutado en creadores y difusores de relatos con los que han colaborado. Y para muestra sólo un botón: hace un tiempo se hizo viral un meme audiovisual que mostraba una vieja escena de la serie de televisión de la década de 1960, The Addams Family, donde se realiza un baile del personaje Wednesday, pero se hizo coincidir con el tema postpunk/dark wave Sudno, de la banda bielorrusa Molchat Doma. Si bien la canción fue publicada en 2018, su sonido fue compuesto bajo una influencia estética de la música de los años 80, lo que hizo suponer a mucha gente que era un track olvidado de dicho momento. Gracias a lo pegajoso del meme, el extracto sonoro de Sudno se empleó para historias, reels y otros videos de baile bajo contextos ajenos al contenido original creado por Molchat Doma, porque mientras el tema habla sobre el suicidio como una posibilidad para escapar ante los suplicios de la vida, su música se usó para acompañar desde chicas en bikini hasta personajes de la serie de televisión El Chavo del 8, pasando por bailarines de música regional mexicana o las exhibiciones psicóticas de Charles Manson en sus audiencias jurídicas. Por si ello fuera poco, la convergencia provocada por Sudno, llevó al remake de la serie The Addams Family, titulada como Wednesday, que fue dirigida por Tim Burton, a que se realizara nuevamente una escena de baile, pero que en esta ocasión recuperaría el viejo tema de garaje rock Goo Goo Muck, original de la banda de culto The Cramps.

Sin lugar a dudas, el consumo musical se ha transformado a la par de las posibilidades brindadas por cada una de las tecnologías de distribución, esa que ha llevado a la grabación sonora desde el disco de vinil hasta la reproducción vía streaming. Pero más allá de la opción de escuchar nuestra canción preferida a través del medio de nuestra preferencia (o de nuestra disponibilidad, ya sea tecnológica y hasta económica), las aplicaciones y las redes sociales han condicionado nuestra escucha. Por un lado, tenemos las condiciones de calidad sonora (desde los deficientes 16 bits a 320 kbps de los MP3 de baja calidad hasta los respetables 24 bits a 1024 kbps del formato FLAC, que es lo más cercano a lo que escuchamos directamente en las bocinas cuando reproducimos un disco compacto o un disco de vinil), pero por otro lado tenemos las situaciones, las sugerencias, las playlist o el random. Desde YouTube hasta Spotify, pasando por la fallida red social musical MySpace y por la autogestiva Bandcamp con su multiplicidad de formatos sonoros y servicios de compraventa, la convergencia aprovecha las condiciones de interoperabilidad de las plataformas y aplicaciones que forman parte de las redes sociodigitales para escuchar, conocer, seleccionar y difundir contenidos musicales, pero al mismo tiempo nos encontramos frente a la descontextualización y hasta la fragmentación del producto musical. 

Para aquellos infantes referidos al inicio de este texto, la lógica arriba descrita de la convergencia y las narrativas transmedia es su realidad, es su cotidianidad auditiva y su medio para establecer sus habilidades para la apreciación estética de la música. Sus usos se han amplificado más allá de la escucha, del baile y del acompañamiento junto a la realización de otras actividades cotidianas. Ahora tienen la posibilidad de reír bajo su aplicación como meme, de sonorizar bajo su aplicación como reel, de construir ambientes en los espacios donde se encuentren bajo aplicación como playlist; pero quizá de manera más importante, de crear comunidades auditivas a partir de compartir gustos, ésos que les ofrecen posibilidades sonoras para contar su propia historia, dotar de sentido a su propia vida y crear vínculos con otras personas que se acercan a la música con las mismas intenciones.

REFERENCIAS

Gubern, R. (2010). El eros electrónico. México: Taurus.

Handke, P. (2019). Ensayo sobre el jukebox. Madrid: Alianza Editorial.

Jenkins, H. (2008). Convegence culture. La cultura de la convergencia de los medios de comunicación. Barcelona: Paidós. 

Jenkins, H., Ford, S. y Green, J. (2020). Cultura transmedia. La creación de contenido y valor en una cultura red. Barcelona: Gedisa.

Scolari, C. (2008) Hipermediaciones: elementos para una Teoría de la Comunicación Digital Interactiva. México: Gedisa. 

Van Dijck, J. (2016). La cultura de la conectividad: una historia crítica de las redes sociales. Buenos Aires: Siglo XXI Editores. 

Verdú, E. (2011). Música o nada: del walkman a Spotify, una historia de amor. Lérida: Milenio.

Witt, S. (2016). Cómo dejamos de pagar por la música. El fin de una industria, el cambio de siglo y paciente cero de la piratería. Barcelona: Contra Ediciones.

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